Panamá es el quinto país más lluvioso del mundo y el segundo en América. Y, sin embargo, miles de ciudadanos viven una sed que no se apaga. En comunidades como Tocumen, Arraiján y San Miguelito, pasar cinco días sin agua potable no es una excepción: es la regla. No se trata de una sequía, sino de negligencia. Redes viejas, mal mantenidas. Urbanizaciones aprobadas sin prever de dónde saldría el agua. Válvulas manipuladas por desesperación. Y detrás, la corrupción histórica del negocio de los camiones cisterna, muchos vinculados a exdiputados del área.
El exceso no es de lluvia, sino de incapacidad de recogerla, almacenarla y distribuirla. Esa es la verdadera escasez: la de planificación, inversión y mantenimiento.
Mientras tanto, la desesperación crece. El enfrentamiento entre residentes de Tocumen, liderados por su representante, Arielis Barría, y los antimotines durante una protesta por agua es una señal de alerta. El agua es un derecho. La deuda acumulada de varias administraciones ha llevado esta crisis al límite. Negar agua, en el país de la lluvia, es una bomba de tiempo.