La corrupción, justificada en nombre del crecimiento económico, sigue destruyendo instituciones y agravando desigualdades que terminan fomentando el fenómeno migratorio. La Ley contra Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA) nació en 1977 para frenar el soborno de empresas estadounidenses en el extranjero. Sin embargo, su posible eliminación deja en evidencia una lógica perversa: la ambición desmedida por contratos y licitaciones internacionales se impone sobre la ética.
Casos como los de PECC y SAP en Panamá muestran que, sin presión externa, la impunidad reina. La decisión de Donald Trump de debilitar la FCPA convierte a Estados Unidos en parte del problema, no de la solución. Cuando el dinero dicta las reglas, las sociedades pagan el precio: corrupción enquistada, servicios públicos deteriorados y una democracia debilitada. Sin controles, la corrupción no solo se multiplica, sino que perpetúa un sistema donde el poder y la riqueza se concentran, sin importar el costo para las naciones afectadas.