Panamá tiene una ley que ordena destinar el 7% del PIB a la educación, un supuesto logro que debería marcar un antes y un después en la calidad del sistema educativo. Pero ese porcentaje, tan celebrado en el papel, se ha convertido en un espejismo: el Meduca apenas ha ejecutado el 7% de su presupuesto de inversión en lo que va del año.
No se trata de falta de necesidades. Hay escuelas rancho con piso de tierra, aulas con goteras, baños inservibles y estudiantes sin acceso a condiciones mínimas de dignidad. ¿De qué sirve un presupuesto elevado si no se convierte en soluciones concretas?
El resultado es perverso: una asignación inflada sin capacidad de ejecución solo engorda la ineficiencia. Se alimenta la falsa idea de que la educación es prioridad, cuando en la práctica se abandonan a las comunidades educativas.
No es solo una omisión técnica; es un fracaso político. Y uno que perpetúa el círculo de pobreza y desigualdad.
Panamá no necesita más leyes para la educación. Necesita voluntad y capacidad para cumplirlas.
