En democracia, la decisión política de los diputados de la Asamblea Nacional se juega a un nivel que implica el voto y el respaldo a leyes que, muchas veces, se alejan del consenso del electorado de su circuito. Esa separación entre sus acciones y la aprobación de quienes los pusieron en el poder es crítica. No puede haber debate público libre si existen hordas organizadas de influencers desde San Felipe dedicadas a acallar y someter a individuos mediante agravios y exposición personal, en lugar de construir leyes consensuadas.
La libertad de expresión alcanza su máxima expresión en el debate político, en la crítica al Estado y al poder. Insultar y maltratar es agredir. La crítica debe tolerarse; la agresión, no. Pretender que el principio de no agresión se limita a lo físico es desconocer la naturaleza del ser humano, que no es solo carne y hueso. La mera idea de la libertad de expresión no es corpórea, pero es real. Si solo el ataque físico importara, habría que despenalizar la amenaza y la extorsión.
El panameño protesta en las calles para intentar legitimar su voz en el conflicto, mientras un grupo de empresas de seguridad transnacionales —gringas o brasileñas— lucra con esas movilizaciones. En los últimos cinco años, esas multinacionales se han beneficiado de al menos veinte protestas ciudadanas de gran magnitud en América Latina, y Panamá no ha escapado a ese fenómeno represivo regional. Estas protestas han sido esperanzadoras y creativas, pero también cargadas de rabia e indignación. Algunas duraron varios meses, como en Venezuela en 2017, en Chile a finales de 2019, y en Colombia en ese mismo año y nuevamente en 2021. Siempre son los más vulnerables quienes marchan: estudiantes, jóvenes, marginales sin agua, obreros e indígenas.
En todas las democracias del mundo se justifica la compra estatal de equipos antimotines por el riesgo que implica una muchedumbre furiosa que, al confluir en las calles, puede dañar una parada de buses, provocar saqueos o herir a miembros de la fuerza pública con una piedra. No es raro que en esas masas se infiltren criminales para sabotear las marchas pacíficas. Por ello, en todas partes, las fuerzas policiales acompañan las movilizaciones para contener eventualidades, proteger los derechos de quienes protestan y también de quienes simplemente transitan por el lugar.
El argumento de la “seguridad nacional” es el escudo que con más frecuencia esgrimen los Estados para cubrir con un velo de opacidad las compras directas con sobrecostos de aviones y equipos de movilización de tropas, cuando en realidad se trata de adquirir nuevos modelos de lacrimógenos y armas no letales.
Un ideal de la democracia panameña es la participación ciudadana en la toma de decisiones sobre los problemas que nos afectan a todos y que todos financiamos con fondos públicos. En los últimos años, gracias a la capacidad de organización inmediata que ha dado la era digital, las comunidades panameñas vulnerables han salido con voz propia a gritar en calles y carreteras sus angustias y descontento.
Las políticas contramayoritarias de la aristocracia panameña gobernante —en uno de los países más desiguales del mundo— han hecho más millonarios a estos consorcios brasileños de venta de equipos de seguridad, en lugar de fomentar el consenso. La austeridad nunca llegó a las compras de armas no letales ni a los equipos antiprotesta.
La cruzada civilista aprendió y les usurpó el poder a los militares, pero lo hizo para “actuar con instrumentos de represión en el marco de estructuras en gran medida autoritarias”. Esto se ha traducido en el uso excesivo de la fuerza contra los manifestantes. Un proyectil de caucho mata si se dispara a la cabeza: la letalidad no está en el objeto, sino —como lo establece la Convención Interamericana de Derechos Humanos— en la combinación del objeto, el sujeto y su uso.
Si pones un cuchillo en manos de un niño de 10 años y te amenaza, hay riesgo, pero la posibilidad de daño es baja. Si le das un cuchillo a un hombre de 40 años, de 2 metros de estatura, 250 libras y además carnicero, es decir, sabe usar el cuchillo, la probabilidad de que te mate es altísima.
La utilización de perdigones por parte de la fuerza pública del Estado panameño debe regularse, porque “less lethal” y “non-lethal” son conceptos comerciales estadounidenses que no cumplen con los estándares latinoamericanos en materia de derechos humanos.
No debe haber secreto comercial en torno a los equipos antidisturbios que van a ser usados en las calles panameñas y pagados con el erario público. El secreto de la seguridad nacional debe reservarse para perseguir criminales y enfrentar tropas extranjeras, no para criminalizar al SUNTRACS, a los maestros, profesores o estudiantes de la Universidad de Panamá. Toda compra de perdigones, lacrimógenos y equipos antidisturbios debe ser pública y transparente.
Existe una visión abstracta del “deep state” panameño que niega la realidad del país y pretende imponer decisiones contramayoritarias. A falta de una verdadera voluntad popular, las lacrimógenas se encargan de hacer ver al pueblo.
El autor es médico sub especialista.

