Panamá existe en el mapa, pero todavía no en la conciencia de muchos panameños. Tenemos bandera, himno y canal, pero nos falta lo más importante: reconocernos. Seguimos siendo, con demasiada resignación, el patio trasero de Washington y la vitrina de paso para intereses ajenos. Y mientras el mundo nos usa de puente, nosotros seguimos sin construir un suelo propio.
La identidad nacional no se decreta; se piensa, se siente y se defiende. Es el punto en que el yo y el nosotros aprenden a hablar el mismo idioma. Sin identidad, una nación puede tener soberanía política, pero carecer de soberanía mental. Y ese es nuestro drama: hemos sido independientes en papel, pero colonizados en la mente.
Un país sin identidad es como un cuerpo sin reflejo: no sabe si va o viene, no sabe qué defender ni por qué ofenderse. Por eso, Panamá necesita dejar de recitar fechas y empezar a comprender su historia. No basta con celebrar el 3 de noviembre; hay que entender qué clase de independencia fue, a quién benefició y a quién dejó esperando justicia.
“El que no sabe de dónde viene termina sirviendo a quien le dice hacia dónde ir.” Esa es la raíz de nuestra vulnerabilidad. Nos seducen los modelos extranjeros, los discursos importados, los gestos copiados. Se nos enseña a admirar todo lo que no somos. Y así, poco a poco, se pierde el instinto de pertenecer.
Formar una identidad nacional sirve, antes que nada, para descolonizar la mente. Nos protege de la obediencia ciega a lo “moderno” y de la vergüenza de ser lo que somos. Un pueblo con identidad no imita: dialoga. No se acompleja: aprende. No se vende: negocia.
También sirve para reconciliarnos con nosotros mismos. Panamá no es solo tránsito y canal; es resistencia, mestizaje, rebeldía y humor. Somos el país que sobrevivió a todos los imperios, aunque aún no haya aprendido a creerse digno. Nuestra mezcla no es un defecto: es nuestro sello. Pero la escuela la oculta, la política la usa y los medios la caricaturizan.
Conviene formar identidad porque un país que no se reconoce se vuelve campo de batalla para egos y discursos vacíos. Cuando no hay identidad, cada quien habla desde su bolsillo, no desde su patria. Por eso hay tanto ruido y tan poca voz. Por eso discutimos por banderas y dejamos que otros decidan la dirección del viento.
“Quien no tiene identidad termina alquilando la suya.” Y así hemos vivido: alquilando soberanía, alquilando conciencia, alquilando dignidad. Pero llega un punto en que un país cansado de ser usado debe aprender a mirarse sin miedo. Esa mirada crítica —no patriótica ni sentimental— es la verdadera independencia.
Educar en identidad es educar para pensar. No se trata de repetir himnos, sino de enseñar a leer entre líneas la historia, la política y los símbolos. De enseñar a los jóvenes a amar el país sin convertirlos en fanáticos ni en cínicos. De enseñar que el patriotismo no es desfile, sino conciencia activa.
Panamá necesita una revolución silenciosa: la del pensamiento propio. No más aplausos a lo importado ni vergüenza de lo nuestro. La identidad no es un muro que aísla, es un filtro que protege.
“El que sabe quién es, ya no teme perderse.”Ese debe ser nuestro lema.
En resumen, formar una identidad nacional en Panamá sirve para dejar de ser espectadores de nuestra propia historia. Conviene porque nos da poder: el poder de pensar sin permiso, hablar sin tutores y construir sin copiar. No se trata de gritar “¡Patria!” en noviembre, sino de honrarla en silencio el resto del año.
Panamá no necesita más discursos de independencia; necesita ciudadanos que piensen como nación. Porque el verdadero patriotismo no se lleva en la solapa, sino en la conciencia. Y el día en que cada panameño pueda mirarse al espejo y decir “soy de aquí, pero pienso por mí mismo”, ese día —al fin— habremos dejado de ser el patio trasero de alguien para convertirnos en el jardín propio que siempre debimos cuidar.
La autora es profesora de filosofía.
