Yo estaba a unos cientos de metros del atronador ruido causado por la mortífera bomba dejada caer a un costado del Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa, por lo que la vibración de las paredes del edificio y el trueno sonoro, me hicieron saltar de mi silla y quedé acurrucado debajo de mi escritorio... ¡asustado!
Al superar el pánico me ofrecí como voluntario para ver todo lo que sucedía desde la altura de la amplia azotea, edificio Renta 2, que por suerte tenía un balcón perimetral de concreto, lo que me permitía algo de seguridad para mantener informados a los vecinos. Pude apreciar, bien agachado, vuelos de reconocimiento por toda el área de El Chorrillo, de varios helicópteros que disparaban constantemente a todo lo que se movía en las calles y balcones. También se disparaba desde los múltiples y poderosos tanques bien artillados a cualquier vehículo que osara transitar.
Por todas partes se notaba el tránsito de todo tipo de vehículo militar. Los disparos, desde cualquier ángulo eran audibles y frecuentes. Bajé a informar a los asustados vecinos todo lo que estaba sucediendo, tomé un poco de agua y volví a subir a mi puesto de observación improvisado, el cual, gracias a que la mayoría de las casas del populoso barrio de El Chorrillo, eran de planta baja y solo un piso de alto, me permitía distinguir un extenso radio del territorio afectado por la masacre producida por la consigna de matar todo lo que se movía. Incluso, el Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa era de menor altura que la azotea del edificio.
Eran casi las dos de la mañana. A esa hora ya la acción bélica favorecía a los invasores, que tenían el control total de la situación. Se apreciaba que la frecuencia de los disparos disminuía, aunque las naves aéreas patrullaban aún el cielo panameño, escudriñando algún movimiento malicioso en tierra.
Estando en este lapso de relajamiento, escuché nítidamente, a todo volumen, unas instrucciones que se daban a los chorrilleros desde varias unidades móviles de sonido… Subí rápidamente a mi puesto de observación y entonces pude escuchar en español que los soldados hispanos, recorriendo las avenidas y calles, ordenaban a toda persona ubicada en esa área que saliera a las calles 25, 26 y 27 oeste, desde la avenida de los Poetas y Bocas del Toro. Que se pusieran las manos en la nuca. Que a cualquiera que portara un arma se le consideraría elemento de guerra y se le dispararía de inmediato. Que caminando por el centro de la calle, se dirigieran hacia la avenida A. Al llegar allí, doblaran hacia la entrada de Balboa, y que se les guiaría hasta un centro de ayuda en el que serían atendidos en sus necesidades. Las columnas de habitantes se desplazaban lentamente, siguiendo las instrucciones desde los altavoces móviles, pero fácilmente era visible que en los balcones y escaleras de esas casas de vieja madera, se quedaban miles de vecinos, la mayoría viejos y enfermos que se rehusaban a seguir las órdenes porque no deseaban que les robaran lo poco que poseían, y por desconfianza del trato que podrían recibir de parte de los despiadados invasores ,fuertemente armados.
Se acercan las cuatro de la madrugada, ¿pero qué es lo que veo? Perfectamente nítido sale del aeropuerto de Albrook, ubicado detrás del cerro Ancón, un helicóptero mucho más pequeño que los que habían estado ametrallando a la población en las calles. La pequeña nave aérea se dirige sin mucha velocidad hacia el área de Amador, y estando ya sobre las exclusivas mansiones de oficiales norteamericanos, gira hacia El Chorrillo, y se detiene en lo alto. Inclina su fuselaje, y dispara sin ruido una delgada estela de luz color lila, que por el ángulo que lleva se dirige hacia la hilera de frágiles casas ubicadas en la orilla de la avenida de los Poetas y la calle 26 Oeste.
Al tocar tierra se produce un pavoroso ruido acompañado de impresionantes llamas de múltiples colores que se expanden rápidamente por todo el sector, por cuyas construcciones de maderas viejas se propaga fácilmente. Noto que la pequeña nave, de poderosa capacidad de destrucción incendiaria, regresa sin apuro por la misma vía por la que apareció.
¡Qué horror! Grito para ser oído por mi mismo, porque estoy solo en la azotea contemplando el inicio del planeado incendio y destrucción total del barrio en el que desde niño corría por sus aceras y me lanzaba a sus aguas en la playa de Barraza.
No salgo de mi asombro, cuando percibo otra nave similar, ¿o sería la misma?, que efectúa exactamente una réplica de la maniobra anterior, se ubica en posición y nuevamente veo salir la estela de color lila, que en esta ocasión cae cerca de las casas en la calle Bocas del Toro, produciendo el mismo fatal resultado de la expansión de sus llamas incendiarias a todo el vecindario, y dando muerte masivamente a sus pobladores que eligieron no abandonar el lugar donde posiblemente habían nacido.
Empiezo a correr, sin impedir que mis lágrimas denoten mi tristeza e impotencia ante el injusto desastre bélico, y llego a gritarle a los vecinos: ¡Están incendiando El Chorrillo! ¿Por qué hacen eso? Allí solo hay gente inofensiva, asustada, que no le puede hacer daño a nadie… y vuelvo a ponerme a correr, esta vez en dirección a la azotea nuevamente, llegando en el momento en que otra vez un helicóptero similar a los anteriores se desplaza y logra sin ninguna dificultad repetir la operación incendiaria, dirigiendo el tercer disparo hacia las casas cercanas a la avenida A. El incendio destruye cientos de casas de alquiler, y miles de habitantes, cuyos cuerpos calcinados fueron posteriormente depositados en fosas comunes.
¡La masacre fue ejecutada exitosamente!
El autor es escritor
