La inclusión y la educación financiera han emergido como habilitadores clave del desarrollo sostenible en sus dimensiones ambiental, social y productiva. En América Latina, donde persisten altos niveles de informalidad, desigualdad y exclusión, su promoción es urgente y estratégica. Estos elementos no solo facilitan el acceso a servicios financieros básicos, sino que también fortalecen la resiliencia económica de hogares y empresas, promueven la formalización y contribuyen a reducir las brechas estructurales que caracterizan a la región.
La región presenta una heterogeneidad significativa en esta materia. Mientras países como Chile y Uruguay han logrado avances notables gracias a marcos regulatorios sólidos y una mayor penetración bancaria, otros como Colombia y Panamá aún enfrentan rezagos, especialmente en zonas rurales y entre microempresarios. En Colombia, a pesar de iniciativas como la Política Nacional de Inclusión y Educación Económica y Financiera y programas como Banca de las Oportunidades, persiste una alta dependencia del crédito informal, como los llamados préstamos “gota a gota”, con tasas de interés superiores al 300% anual. Según el Departamento Nacional de Estadística, el 51% de los microempresarios no dispone de productos formales de ahorro o crédito.
Chile, por su parte, destaca por su sistema de pagos digitales y el programa CuentaRUT, una cuenta de depósitos a la vista que incluye tarjeta de débito sin costo de apertura ni mantenimiento, y que ha bancarizado a millones de personas. Sin embargo, la educación financiera aún es incipiente. Panamá registra una alta inclusión financiera nominal, pero con poca profundidad en productos crediticios para pymes y poblaciones vulnerables. Uruguay, con una de las tasas de bancarización más altas de la región, ha incorporado con éxito programas de educación financiera en escuelas y mediante plataformas digitales.
La innovación tecnológica también ha impulsado la inclusión. Entre las tendencias más relevantes figuran las billeteras digitales y los corresponsales bancarios, que han ampliado el acceso a zonas remotas; los microcréditos con scoring alternativo, que utilizan información no tradicional para evaluar riesgos; y las plataformas FinTech en alianza con gobiernos. No obstante, la educación financiera sigue siendo débil. En Colombia, por ejemplo, un estudio de Asobancaria mostró que más del 40% de los vendedores en plazas de mercado de Bogotá desconocen conceptos básicos como la tasa de usura.
Algunos países han experimentado con iniciativas innovadoras. En Uruguay, el videojuego CAPUF “Aprende y Emprende” y el Programa EFEC han incorporado la educación financiera en el currículo escolar y para adultos. En Chile, el Plan Nacional de Educación Financiera ha capacitado a más de 2 millones de personas a través de alianzas con instituciones públicas y privadas, sumando ferias, talleres y concursos que combinan divulgación masiva con aprendizaje práctico. Sin embargo, los desafíos persisten: es necesario conectar mejor la oferta educativa con las necesidades específicas de comerciantes informales y otros grupos vulnerables, mediante estrategias focalizadas y de mayor continuidad.
Para superar estas limitaciones, resulta esencial contar con datos robustos y desagregados que permitan identificar brechas específicas y medir no solo el acceso, sino también el uso efectivo y la calidad de los servicios financieros. Un enfoque conductual, que tome en cuenta sesgos como la aversión a la pérdida, el cortoplacismo y la desconfianza, puede ser determinante, junto con un ecosistema regulatorio que facilite la comprensión y el uso de productos.
La banca multilateral juega un papel crucial. Su coordinación con gobiernos puede impulsar la creación de fondos de garantía para pymes, la emisión de bonos de impacto social, alianzas con FinTech para desarrollar productos escalables y líneas de crédito concesional dirigidas a microfinancieras que atienden a poblaciones excluidas. Además, la banca de desarrollo debe trabajar en armonizar estándares regionales, financiar proyectos piloto con evaluación rigurosa, fortalecer capacidades locales y movilizar capital privado mediante esquemas de financiamiento combinado. La experiencia acumulada también puede servir para promover productos innovadores como créditos verdes, seguros paramétricos para agricultores o plataformas de microfinanciación para proyectos socioambientales.
La inclusión y la educación financiera no solo facilitan el acceso al crédito, sino que constituyen un habilitador transversal del desarrollo sostenible. Permiten a las pymes innovar, a las familias gestionar riesgos y a las comunidades avanzar hacia economías bajas en carbono. América Latina tiene la oportunidad de liderar este proceso mediante políticas coordinadas, innovación productiva y una visión de largo plazo que priorice el bienestar de las personas y del planeta.
El autor es profesor asociado de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, coeditor del libro Las cuentas del federalismo colombiano y candidato a PhD en la Universidad de California, San Diego.
