Hace varios años denunciábamos -en un trabajo sobre la delincuencia de los poderosos- la aparición de nuevas formas de criminalidad y/o agravamiento en su cometido; entre ellas, las que se derivan de las violaciones a los derechos humanos, las del abuso del poder económico, social y político, el crimen organizado, el saqueo de las riquezas naturales entre mucha otras conductas delictivas.
Hoy, una de ellas, la llamada delincuencia económica, conocida también como la delincuencia dorada o de cuello blanco (no convencional), cobra en nuestro país una importancia fundamental en materia de la administración de justicia.
Señalábamos en esa oportunidad los elementos comunes que configuran estos crímenes: la posición económica, social y política de sus autores, la que los protege de toda persecución y sanción, la implementación diferencial de la ley y de los tribunales para quienes los cometen, la alta afectación sobre vastos sectores de la población marginados socialmente, y principalmente la impunidad de estas personas.
Hoy en día cobra especial importancia los que conocemos como delitos económicos, particularmente los de corrupción (aunque sus modalidades no sean ni novedosas ni de práctica frecuente en nuestros países) los que alcanzan a todos los niveles de la sociedad.
Esto contribuye notablemente para que la población haya perdido la confianza en sus autoridades lo que, como se ve, tiene consecuencias funestas en la ciudadanía, llevando a la observación popular de que “si roban los de arriba, por qué no nosotros”, socavando de esta manera las bases de la sociedad misma.
Panamá no escapa a esta realidad. Los delincuentes de cuello blanco han logrado neutralizar y/o obtener la protección no solamente de los organismos de control social formal (Policía, ley penal, administración de justicia), sino de altos funcionarios mediante dádivas, sueldos adicionales y hasta chantajes que logran corromper desde el modesto policía hasta a un jefe de Estado.
Por el contrario, los infractores que incurren en la delincuencia común o de bagatela son sancionados y enviados a las mazmorras carcelarias en una clara discriminación por etnia u origen social, sin que para ellos se les favorezca con medidas cautelares de casa por cárcel, país por cárcel, prestaciones económicas adecuadas (no verificadas) u obligación de su presentación personal ante las autoridades.
Esta visión -producto de una distorsión de la política criminal actual- ha permitido que esta se dirija solo contra la delincuencia convencional, utilizando estrategias “de mano dura o tolerancia cero”, sin que esta haya disminuido su incidencia, y lo que es más grave, que se criminalice solo a los pobres y marginados, verdaderos chivos expiatorios de la violencia estructural.
El maestro Baratta, años atrás, ya nos señalaba que el sistema punitivo dirige su acción punitiva hacia la parte más débil y marginal de la población, y produce un daño social irreversible.
Finalmente, surge la pregunta del millón: ¿la corrupción es un mal inevitable? Como todo tipo de delincuencia, no puede erradicarse del todo, pero sí controlarla mediante una mayor supervisión de sus actuaciones por un equipo de especialistas que no pertenezca al poder político.
Se puede controlar con una mayor especialización de los funcionarios judiciales y de investigación y con un defensor del Pueblo independiente del poder ejecutivo. Más participación de una sociedad organizada y vigilante también ayuda a controlar la corrupción.
El peso de la ley debe caer sobre todo tipo de delincuencia y no debe ser aplicada atendiendo a clase social, origen étnico, influencia económica, religiosa o política, porque la justicia debe despojarse de la venda que le impide “hacer justicia”.
La autora es abogada y criminóloga