Intransigencia en tiempos de crisis

En medio del caos social, cuando el país grita desde las esquinas más olvidadas de su geografía, el poder tiene dos opciones: escuchar o imponer. Hoy, lastimosamente, estamos viendo al Estado inclinarse peligrosamente hacia la segunda.

La decisión del Ejecutivo de suspender garantías constitucionales en Bocas del Toro —una provincia históricamente excluida, castigada y maltratada— es una señal alarmante. En vez de atender el reclamo con institucionalidad, el gobierno responde con represión. En vez de diálogo, con fuerza. En vez de política, con control.

Apoyo la reforma al sistema de seguridad social. Creo en su necesidad. Y sé que el presidente también la respalda. Pero ni mi posición ni la del presidente bastan para sostenerla si la reforma no logra arraigar en el corazón de la gente. Una ley puede tener mayoría en la Asamblea y, aun así, estar desahuciada en las calles. Ya lo vivimos con la Ley Minera: un texto aprobado legalmente, que cayó por falta de legitimidad. El paralelismo es inquietante.

El Estado no puede ignorar que algo profundo está quebrado. En Bocas del Toro se protesta, sí, pero no solo por la reforma. Se protesta por décadas de olvido. Por una economía que se asfixia. Por una juventud sin futuro. Por hospitales colapsados y por la brecha de desigualdad que no deja de abrirse.

Y frente a ese clamor, el gobierno responde con suspensión de derechos fundamentales. Como si militarizar la provincia pudiera apagar una llama que es, ante todo, moral y social. Como si el miedo pudiera sustituir al consenso. Como si cerrar el espacio público resolviera lo que solo el entendimiento político puede resolver.

Yo no justifico el vandalismo. Quienes destruyen propiedad privada o incendian instalaciones públicas deben enfrentar la ley. Pero castigar a toda una provincia por los actos de unos pocos no es justicia: es una torpeza peligrosa. Porque en esa provincia hay también madres que protestan con sus hijos, trabajadores despedidos, comerciantes que ya no pueden abrir sus negocios. A ellos es a quienes hay que escuchar.

Si la respuesta del poder es el encierro, la negación y la represión, lo que enfrentamos no es una crisis pasajera: es el inicio de un divorcio profundo entre el país legal y el país real. Y cuando ese abismo se agranda, lo que sigue no es la estabilidad, sino el estallido.

La historia está llena de gobiernos que confundieron orden con obediencia, legalidad con legitimidad y autoridad con autoritarismo. Y en cada uno de esos casos, el resultado fue el mismo: pérdida de confianza, aislamiento institucional y crisis de gobernabilidad.

Es hora de que entendamos que la firmeza no está reñida con el diálogo. Que gobernar no es imponer desde arriba, sino construir desde abajo. Que la fuerza sirve para contener, pero nunca para convencer.

El liderazgo verdadero no se mide por la capacidad de castigar, sino por la voluntad de escuchar en medio del ruido. Lo que hoy necesita Panamá no es más fuerza, sino más política. No más blindajes, sino más humildad.

Porque cuando el Estado se niega a oír a su pueblo, cuando la intransigencia se convierte en estrategia, lo que ocurre no es gobernabilidad.Es, sencillamente, suicidio de Estado.

El autor es estudiante de Derecho y Ciencias Políticas.


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