El lunes 12 de febrero se cumplieron 40 años de la muerte del escritor argentino Julio Cortázar. La primera vez que escribí sobre Cortázar fue en el año 1990. Desde entonces, continué leyendo y estudiándolo, no solo porque sus cuentos y novelas me habían llevado por los senderos misteriosos de la creación, sino porque su literatura había impactado definitivamente mi vida.
Cuando descubrí a Cortázar, ya tenía dos años de haber muerto. Para entonces, los estudios sobre su obra eran abundantes y asombrosos. Solamente Bestiario, su primer libro de cuentos (1951), y su novela Rayuela (1963) abarcaban cientos de estudios académicos en volúmenes colectivos y números monográficos.
No puedo decir nada sobre la obra de Julio Cortázar que no hayan expresado mejor eruditos como Andrés Amorós, Fernando Alegría, Jaime Alazraki, Fernando Ainsa, Saúl Yurkiévich, o escritores como Justo Arroyo, José Lezama Lima, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Adolfo Bioy Casares, o el maestro Jorge Luis Borges. Por tanto, dejo establecido que cualquier cosa que diga sobre la obra y vida de Julio Cortázar solo aspira, con humilde esfuerzo, a resaltar el genio brillante de la literatura hispanoamericana que fue Julio Cortázar.
Solo por eso y como un gesto de recordación, quisiera anotar unas palabras con otro enfoque y desde la perspectiva de un caminante, porque los caminos de un escritor, pienso ahora, están llenos de etapas de aprendizaje que lo moldean como humano y como artista. De eso quisiera hablar, porque fue Julio Cortázar quien me enseñó los senderos o etapas por las que debe transitar un escritor.
En su libro póstumo, Clases de literatura: Berkeley, 1980, que reúne una serie de conferencias sobre literatura, Cortázar confiesa, desde las primeras páginas, que su vida como escritor pasó por tres etapas definidas en tres palabras: estética, metafísica y la histórica. Ya desde sus primeros libros como Los reyes (1949), donde deconstruye el mito griego del Minotauro para darle una nueva funcionalidad estética a la fábula y así proponer otra estructura alegórica en base al poder arbitrario, se nota su inteligencia creativa. No es algo original, ya que Borges lo había hecho con maestría, pero la intención estética e ideológica de Julio demuestra que desde joven tenía una preocupación por una conciencia creativa y social.
Más tarde, en libros como Final del juego (1956), Las armas secretas (1959), Los premios (1960), Historias de cronopios y de famas (1962) y, sobre todo, en Rayuela (1963), vamos a ver cómo a través de sus personajes, atrapados muchas veces en mundos fantásticos, cómo esa búsqueda ontológica y metafísica se explora desde las acciones que se desarrollan, como en mundos imaginados donde la realidad es trastocada y violentada para hacer surgir otra realidad. El lenguaje de las ficciones cortazianas y el poder de fabulación del escritor van a construir una metáfora de la angustiante realidad que oprime al ser humano.
Esto llevó a Cortázar a comprender que la literatura, el ser escritor, conlleva una responsabilidad también con la sociedad. Una discusión que queda atrás y que los jóvenes que aspiran a escribir parecen eludir, sobre todo en nuestro país, donde parece más importante hacer libros como se hace pan, sin preocupación por la estética (la creación), la ontología (la metafísica) y la ideología (la conciencia histórica).
La juventud de Cortázar, junto con otros intelectuales de su generación, la confrontó desde la distancia, con la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil Española. Esa otra realidad impactaba desde la lejanía, aunque ellos no lo sabían: “Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir mucho más allá que el mero comentario o la mera simpatía por uno de los grupos combatientes”.
Si comparamos, es como si hoy día quisiéramos ser grandes escritores que buscan un nuevo lenguaje, una nueva propuesta estética, al mismo tiempo que miramos para otro lado para ignorar la guerra en Ucrania, los conflictos en Gaza, la crisis migratoria o la contaminación ambiental. Puede ser que alguien logre ser escritor sin tener ningún tipo de sentimiento histórico, pero dudo que trascienda como artista.
Cortázar fue un hombre de postura, que no de pose, con un ideal que defendió hasta el final de su vida. Enzo Maqueíra lo registra en una biografía titulada De cronopios y compromisos: “Fiel a sus ideales, su compromiso político lo acompañó hasta el final, hasta las últimas líneas de una de sus últimas cartas: ‘Se creen ya ‘en democracia’, los ilusos; les insistí en que ahora hay que edificar la democracia, y no sobre una base paternalista y piramidal, Alfonsín reemplazando a Perón en el mito. ¿Serán capaces? Ojalá, ¡pero ¡cuántos ‘chantas’ hay por allá! Esperemos y peleemos”.
En estos tiempos de turbulencia política y tensiones sociales, si Julio Cortázar estuviera vivo, sería un palestino, un ucraniano o un ambientalista. Su literatura habría apuntado como tiro al blanco por una democracia verdadera. Su vida ejemplar nos debe servir para defender nuestra responsabilidad con el arte y la vida, para escribir sin miedo y comprometidos con una estética realmente humana.
El autor es escritor.
