Lo que no se nombra no existe, y lo que no se celebra corre el riesgo de ser silenciado para siempre. Cada 12 de agosto se conmemora el Día Internacional de la Juventud, una fecha que, al menos en el discurso oficial, busca visibilizar nuestros desafíos y potencialidades.
Sin embargo, más allá del gesto simbólico, muchas veces siento que esta conmemoración no logra interpelar verdaderamente a quienes vivimos y resistimos siendo jóvenes.
No se trata solo de una categoría demográfica ni de una etapa transitoria de la vida. Ser joven hoy es también una identidad política: una forma de habitar el mundo desde una realidad atravesada por contradicciones y exclusiones, pero también por una fuerza transformadora que merece ser reconocida en toda su complejidad.
Ser joven hoy significa crecer en un contexto de múltiples crisis superpuestas: económica, climática, social, educativa y política. Significa saber que nuestras voces suelen ser minimizadas, que nuestros cuerpos son tratados como proyectos de futuro o como amenazas, pero casi nunca como sujetos del presente.
La juventud no es un grupo homogéneo: está atravesada por experiencias profundamente distintas. No es lo mismo ser joven en una comarca que en una zona urbana privilegiada; no es igual habitar un contexto de migración, ser afrodescendiente o ser mujer. Por eso, hablar de juventud sin hablar de interseccionalidad es ignorar una parte esencial de la realidad.
El género, la clase social, la raza, el territorio, las orientaciones sexuales y las identidades de género, entre otras dimensiones, configuran experiencias radicalmente distintas de lo que significa ser joven en América Latina y, particularmente, en Panamá. Desde ese mapa desigual, muchas y muchos hemos aprendido que simplemente existir con dignidad ya es una forma de resistencia.
Pero ser joven también es un acto político cotidiano. Es rechazar el lugar que históricamente nos han asignado: el de esperar calladamente nuestro turno. En una región donde casi un tercio de la población tiene entre 15 y 29 años, nuestra mera existencia desafía el orden establecido. No somos solo el futuro: somos el presente. Y exigimos el derecho a participar, a decidir, a construir, incluso a equivocarnos, sin que eso sea motivo de exclusión.
La participación juvenil no puede reducirse a un eslogan institucional ni a una cuota simbólica en los espacios de poder. Es, ante todo, una disputa por la autonomía. No necesitamos que se nos otorgue una voz: ya la tenemos. Lo que requerimos son condiciones reales para ejercerla plenamente: acceso a educación pública y de calidad, empleos dignos, salud integral, entornos libres de violencias y garantías para organizarnos y ser escuchados. Exigimos ser reconocidos como sujetos políticos plenos, no como personas “en formación”.
Los obstáculos, sin embargo, siguen siendo profundos. La precariedad laboral, la exclusión educativa, la criminalización de la protesta y la violencia institucional y estructural configuran un panorama hostil. A ello se suma la crisis climática, que no solo amenaza nuestro futuro, sino también nuestro presente emocional. La ecoansiedad es una realidad para millones de jóvenes que sienten que el tiempo se agota mientras las decisiones urgentes siguen siendo postergadas. No es casualidad que muchos de los movimientos ecologistas más radicales estén liderados por juventudes: somos quienes heredaremos un planeta en colapso, pero también quienes estamos diciendo “basta”.
Y, a pesar de todo, seguimos creando. En los barrios, en las universidades, en las redes sociales, en los movimientos sociales, emerge una marea juvenil que no espera permiso para transformar. Nos organizamos desde la urgencia, desde el deseo profundo de cambiarlo todo. Porque no somos una generación perdida ni una promesa rota: somos la fuerza que está reescribiendo las reglas del juego.
Este 12 de agosto, el verdadero desafío no es celebrar a la juventud como una idea abstracta, sino escuchar lo que estamos diciendo. Escuchar a quienes sueñan, luchan y crean. Porque sí, este presente está lleno de incertidumbre, pero también de valentía, creatividad e innovación.
Hoy, en mi voz se funden la joven que resiste y la activista que no deja de soñar. Y desde ese cruce, te pregunto, me pregunto: ¿Qué historia decidimos construir hoy?
Noemy Catalina González Vargas es egresada del Laboratorio Latinoamericano de Acción Ciudadana (LLAC) 2022.

