La historia, a menudo, no es más que un eco de batallas pasadas, resonando en nuevos escenarios con distintos protagonistas. En el Panamá contemporáneo, somos testigos de un drama que bien podría titularse La Acrópolis en llamas.
Para entender la resonancia de este título, es fundamental comprender que la palabra Acrópolis proviene del griego antiguo y significa “ciudad alta” o “ciudad en la cima”. Era el punto más elevado y fortificado de las antiguas ciudades griegas, que servía no solo para la defensa, sino también como el corazón religioso y cívico, el pilar central de la vida comunitaria. En nuestro contexto panameño, la Acrópolis en llamas simboliza la educación pública: un pilar fundamental de la sociedad que se encuentra bajo intensa presión y en medio de un conflicto constante, reflejo de las huelgas y el descontento que sacuden al país.
En este escenario, los espartanos —encarnados por los gremios docentes— se enfrentan a los atenienses —representados por la oligarquía y la clase política—. Esta analogía, aunque imperfecta, ofrece una lente reveladora para examinar las recientes huelgas docentes y la persistente lucha por la educación en nuestro istmo.
Los “espartanos” docentes, con su férrea disciplina y su inquebrantable espíritu de cuerpo, emergen una y otra vez de las aulas y las comunidades para defender lo que consideran el pilar de la nación: la educación pública. Sus demandas, centradas en mejoras salariales, infraestructuras dignas y la dignificación de su labor, no son meros caprichos, sino el grito de una clase trabajadora que se siente subvalorada y que percibe cómo la calidad educativa se erosiona ante la desidia gubernamental. En consecuencia, los gremios, con su capacidad de movilización y su presencia arraigada en todo el país, demuestran una y otra vez su fuerza para paralizar el sistema. Una táctica que, aunque polémica, ha resultado efectiva para forzar la atención del Estado. Claramente, han aprendido que la unidad y la persistencia son sus mejores armas en esta particular guerra de desgaste.
Frente a ellos, se alzan los “atenienses”: esa élite política y económica que, desde despachos climatizados y residencias lujosas, parece gobernar con una lógica empresarial, priorizando la estabilidad macroeconómica y los grandes proyectos sobre las necesidades urgentes del pueblo. Para ellos, las huelgas docentes son vistas como un obstáculo, una interrupción indeseable del progreso o incluso como una manipulación política. Su estrategia suele ser la dilación, la promesa vaga y, en ocasiones, la criminalización de la protesta. Además, manejan los hilos del poder legislativo, controlan medios de comunicación y disponen de vastos recursos, lo que les permite presentarse como los garantes del orden y la razón. La riqueza, en este sentido, les otorga una posición de aparente invulnerabilidad, una suerte de inmunidad frente a las vicisitudes del ciudadano de a pie.
La pregunta que resuena entonces es: ¿por qué los “espartanos” han logrado, en repetidas ocasiones, imponerse en estas batallas callejeras, a pesar del poderío de los “atenienses”? La respuesta radica en varios factores. Primero, la legitimidad moral de su causa. La educación es un derecho fundamental y una aspiración universal en Panamá; por ende, los docentes, al abogar por ella, conectan con una fibra sensible de la sociedad. Segundo, la unidad y organización de los gremios, que, a pesar de sus propias divisiones, logran articular un frente común en momentos críticos. Tercero, su capacidad de interrupción: una escuela cerrada, un niño sin clases, un padre preocupado… el impacto es inmediato y ejerce una presión innegable. Por último, la desconexión de los “atenienses” con la realidad popular. En su afán por preservar el statu quo, subestiman la resistencia y la frustración acumulada de la ciudadanía, lo que les impide anticipar o gestionar eficazmente el descontento.
La lección de Esparta: más allá de la victoria inmediata
Sin embargo, hay una lección crucial que los propios “espartanos” panameños pueden extraer de la historia de su homónima griega. Esparta, célebre por su disciplina militar y resistencia al cambio, eventualmente vio decaer su poder. Su rigidez y su incapacidad de adaptarse a nuevas realidades políticas y sociales fueron el germen de su ruina. Atenas, en contraste, con todas sus contradicciones, demostró una mayor flexibilidad y capacidad de evolución, que le permitió perdurar incluso después de sus mayores conflictos.
Esto nos lleva a una reflexión profunda para los gremios docentes panameños. Si bien la huelga es una herramienta legítima y poderosa, no puede ser la única vía. La rigidez táctica, la repetición constante de los mismos métodos sin evaluar su efectividad a largo plazo, o el impacto en la percepción pública, pueden desgastar tanto al adversario como al propio movimiento. La historia espartana enseña que la victoria momentánea no garantiza el éxito estratégico si no hay una visión que incorpore la adaptación, la innovación y la búsqueda de consensos más allá de la confrontación.
Así pues, ¿están los “espartanos” panameños dispuestos a evolucionar en sus estrategias? ¿Pueden complementar la presión con propuestas, diálogo sostenido y una apertura real al trabajo colaborativo para transformar el sistema educativo? La verdadera victoria no reside solo en arrancar concesiones al gobierno, sino en lograr una transformación estructural y sostenible que beneficie a toda la sociedad. Eso exige superar la lógica de la confrontación y construir espacios de negociación genuina, mostrando una capacidad propositiva que trascienda la mera reacción.
En última instancia, el pulso entre “espartanos” y “atenienses” en Panamá refleja una tensión global: entre el capital y el trabajo, entre los intereses de una élite y las necesidades de la mayoría. Mientras la brecha social persista y la educación pública no reciba la inversión y el respeto que merece, la Acrópolis panameña seguirá siendo un campo de batalla. Pero la lección de Esparta es clara: la supervivencia y el verdadero progreso no dependen solo de la fuerza para pelear, sino de la inteligencia para adaptarse y la visión para construir un futuro distinto, incluso junto a quienes hoy parecen adversarios.
La historia nos ha enseñado que las ciudades que ignoran a sus educadores —y los educadores que no evolucionan en sus métodos— terminan viendo cómo sus murallas, tarde o temprano, se desmoronan.
La autora es profesora.

