Al finalizar el siglo veinte, la expansión de la democracia se interpretó como la mayor conquista política del momento. La combinación de elecciones libres, libertades civiles para los grupos minoritarios y límites claros al poder de los gobernantes alimentó la percepción de que el modelo democrático garantizaba progreso y prosperidad. Un cuarto de siglo más tarde, ese consenso global se ha debilitado. Líderes populistas recurren al utilitarismo mayoritario para concentrar poder, reducir controles institucionales y debilitar libertades civiles. La ciudadanía, a su vez, muestra un desencanto creciente con los supuestos salvadores que graban videos para redes sociales camino a sus curules.
Muchos observadores atribuyen esta erosión a la percepción de que las democracias ya no ofrecen avances sociales suficientes. Las dudas se intensifican cuando se compara la lentitud de algunas democracias con el crecimiento acelerado que exhiben ciertas autocracias que prometen eficiencia. También influye la polarización extrema que se vive en democracias consolidadas como Estados Unidos y el Reino Unido, donde cada vez más ciudadanos parecen preocuparse menos por proteger las libertades democráticas y más por asegurar el triunfo de su propio bando político.
Pese al desencanto, existen razones normativas profundas para valorar la democracia. Amartya Sen argumentó que una vida plena implica la posibilidad de debatir ideas, construir proyectos comunes y decidir colectivamente cómo vivir. Sin embargo, cuando algunos gobiernos sienten que deben escoger entre crecimiento económico y libertades civiles, la discusión exige evidencia clara sobre lo que la democracia aporta en salud, educación, seguridad y bienestar.
Incluso definiciones mínimas, como la de Joseph Schumpeter, reconocen que la democracia va más allá del acto electoral. Requiere libertad de expresión, competencia política y límites reales al poder ejecutivo. Es un sistema sostenido por instituciones que protegen derechos y garantizan que ningún gobernante se convierta en monarca temporal.
Estudiar sus efectos reales no es sencillo. Las democracias no aparecen de manera aleatoria en el mapa y cada país arrastra condiciones particulares. Aun así, la investigación moderna converge en un hallazgo general: las democracias producen sociedades más longevas, con más años de educación, menos violencia interna y mejores resultados económicos.
En materia de salud, más de cincuenta estudios realizados en diversas regiones del mundo coinciden en que las democracias reducen la mortalidad temprana de forma mucho más efectiva que los regímenes autoritarios. Incluso cuando se controlan factores económicos y sociales, los sistemas democráticos mantienen tasas más bajas de mortalidad infantil y muestran mejores indicadores de supervivencia. Una evidencia especialmente contundente proviene del estudio de Timothy Besley y Masayuki Kudamatsu, Health and Democracy, publicado en American Economic Review en 2006. Su investigación demuestra que, entre 1962 y 2002, los países democráticos registraron en promedio diecisiete muertes infantiles menos por cada mil nacidos vivos en comparación con los regímenes autoritarios, una brecha que revela cómo la apertura política y la rendición de cuentas tienen efectos directos y medibles sobre la vida de los ciudadanos.
Investigaciones en África subsahariana refuerzan ese resultado y muestran descensos significativos en mortalidad infantil cuando la democratización conlleva verdadera competencia política. Los beneficios también alcanzan a los adultos: estudios recientes asocian democracia con mayor esperanza de vida y menor mortalidad por enfermedades no transmisibles, incluso en países con baja capacidad estatal. Ya uno va entendiendo por qué la autocracia del “paso firme” desea evitar la democracia en Panamá: así evitaría pagar durante más años las pensiones del Seguro Social, que no pudieron mejorarse con la Ley 462 de 2025.
Es cierto que algunas autocracias exhiben cifras oficiales mejores, como Cuba. Sin embargo, especialistas advierten que esos datos pueden ser falsos o estar distorsionados por presiones del partido comunista. La libertad de prensa surge como un factor decisivo. La transición hacia una prensa libre se ha vinculado con un aumento promedio de 1.6 años en la esperanza de vida, lo que demuestra que la transparencia informativa puede salvar vidas.
Estos beneficios no se distribuyen de manera homogénea. En regiones sin cobertura sanitaria universal o donde se aplican reformas neoliberales agresivas, como en Panamá, los efectos positivos de la democracia son más débiles. Y las poblaciones pobres o marginadas tienden a recibir menos beneficios del sistema democrático, como ocurre actualmente en el país.
Los ciudadanos esperan que la democracia también amplíe las oportunidades educativas. La evidencia internacional confirma que, controlando ingresos, las democracias tienden a ofrecer más años de escolaridad. Estudios recientes estiman que un país que transita del nivel menos democrático al más democrático obtiene, en promedio, 1.3 años adicionales de educación. En naciones que abandonaron el autoritarismo, la matrícula secundaria creció por encima de lo esperado. Aunque la capacidad estatal sea limitada, los gobiernos democráticos suelen expandir la educación para responder a una ciudadanía que exige resultados visibles. La competencia electoral también impulsa mayor inversión. En África, los gobiernos aumentaron el gasto educativo tras introducir elecciones multipartidistas. En América Latina, las democracias dedican mayores proporciones del PIB a la educación, con excepción de Panamá, donde el modelo económico ha priorizado históricamente la mano de obra barata para los trabajos informales del comercio, lo que termina reproduciendo bajo nivel educativo y escasa participación informada en las urnas.
Sin embargo, los promedios esconden realidades dispares. Las autocracias concentran resultados extremos, desde niveles de excelencia hasta déficits dramáticos. Algunas democracias con élites agrarias poderosas, como Guatemala y Paraguay, mantienen inversiones educativas bajas. La educación influye, además, en la estabilidad democrática. La mayoría de los países que se democratizaron ya contaban con población alfabetizada, y mayores niveles de escolaridad aumentan la probabilidad de que la democracia sobreviva, sobre todo en países pobres.
En el ámbito de la seguridad, la evidencia favorece con claridad a la democracia. Las democracias consolidadas tienen menores índices de violencia interna y rara vez se enfrentan entre sí. La responsabilidad ante la ciudadanía, el funcionamiento independiente de las instituciones y la presión de la sociedad civil actúan como frenos efectivos contra aventuras bélicas. La introducción abrupta de elecciones después de largos periodos autoritarios puede generar tensiones, sobre todo cuando los actores políticos no confían en la distribución futura del poder. Aun así, en general, la democratización se asocia con menos conflictos. En África, las elecciones redujeron la violencia en distintos horizontes temporales. Los acuerdos de reparto de poder han demostrado ser claves en transiciones complejas, como las de Bosnia y Sudáfrica.
En cuanto a prosperidad, la evidencia más reciente y rigurosa concluye que la democracia favorece el crecimiento económico. Diez de quince estudios globales de la última década encuentran efectos positivos claros en el PIB per cápita. Las democracias crecen entre diez y veinte por ciento más a largo plazo. Ningún estudio global reciente concluye que la democracia perjudique el crecimiento económico. Los regímenes autoritarios, aunque a veces exhiben cifras espectaculares, también protagonizan colapsos profundos. La variabilidad es mayor y los riesgos, también. Incluso en casos admirados como Ruanda o China, las condiciones históricas y el costo humano cuestionan la replicabilidad del modelo.
Los mecanismos que explican la ventaja democrática incluyen mayor libertad académica, tasas de fertilidad más bajas, mayor inversión, consensos más estables y protecciones legales más claras para los inversionistas. Aunque los resultados sobre pobreza e igualdad son mixtos, la democratización se relaciona con reducciones significativas de la pobreza y de desigualdades regionales y étnicas.
La pandemia de la covid-19 puso a prueba la supuesta superioridad autoritaria. Aunque China mostró inicialmente una capacidad estatal impresionante, las consecuencias de sus políticas extremas revelaron las limitaciones del modelo. Investigaciones basadas en imágenes satelitales de luminosidad nocturna señalan que muchas autocracias inflaron sus cifras de crecimiento y manipularon datos sanitarios, lo que cuestiona cualquier ventaja aparente.
Los responsables de políticas buscan maximizar bienestar y minimizar riesgos. La evidencia acumulada es contundente: para sociedades que aspiren a vivir más, aprender más, convivir con menos violencia y generar prosperidad sostenible, la apuesta estadísticamente más segura sigue siendo la democracia.
El autor es médico sub especialista.

