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La batalla por el ciberespacio

Como ha sucedido en otras ocasiones en la historia, la potencia que ambiciona la hegemonía justifica su desafío bajo el argumento de la necesidad de un nuevo equilibrio de fuerzas. O también bajo la premisa de que la potencia hegemónica ha cumplido su papel histórico y se encuentra en un proceso de decadencia.

Como en los ejemplos de Atenas frente a Esparta, Francia frente a España en el siglo XVII, Gran Bretaña frente a Francia en el siglo XVIII o Estados Unidos frente a Gran Bretaña en el siglo XX, la retórica que se utiliza es que el orden internacional ya no queda garantizado por la vieja potencia que lo había sostenido. La quiebra de la estabilidad genera turbulencias sobre las que se intenta construir una nueva legitimidad.

Quien posee la supremacía tecnológica manda militarmente. Los avances tecnológicos de los últimos años han tenido una particular incidencia en la industria de la defensa y en el desarrollo de nuevo armamento —drones, misiles, inteligencia artificial— que se muestran decisivos tanto en la guerra de Ucrania como en Gaza.

Especialmente el desarrollo y la aplicación de la inteligencia artificial, y, unida a ella, el control de los minerales y materiales críticos para la tecnología, son hoy el gran campo de acción en el que se enfrentan China y Estados Unidos. En la actualidad, estamos en una auténtica batalla por los semiconductores.

La tensión geopolítica se ha incrementado con la guerra comercial y tecnológica entre China Popular y Estados Unidos. Los ciberataques se han intensificado, ya no solo para el espionaje comercial, sino también para el sabotaje. El talón de Aquiles norteamericano se encuentra en la estructura descentralizada de su economía digital. Miles de empresas privadas manejan componentes críticos —desde la energía hasta los sistemas de transporte— sin una autoridad central que coordine su defensa. La libertad empresarial estadounidense es un regalo para sus adversarios geopolíticos.

El Dragón asiático, en cambio, ha construido un sistema que combina vigilancia total y planificación centralizada: el proyecto Escudo Dorado. Este surgió tras las protestas de Tiananmén de 1989, originalmente para censurar y controlar la información, y se ha convertido en un escudo nacional de defensa digital. Esta gran muralla informática bloquea Twitter o Google, detecta códigos maliciosos y frena ataques externos. El autoritarismo digital de Pekín se ha convertido en su mejor arma defensiva. En el campo de la guerra cibernética, la concentración —y no la dispersión— gana batallas.

Si bien Estados Unidos conserva la ventaja estratégica en inteligencia artificial, el Dragón entiende que se trata de un arma geopolítica capaz de analizar millones de datos en tiempo real y anticipar ataques. Además, China es el mayor productor y consumidor de datos del planeta.

Para contrarrestar este leninismo digital, la Casa Blanca ha propuesto la creación de modelos digitales o “gemelos virtuales” de infraestructuras críticas para simular ataques y fortalecer defensas.

La guerra cibernética redefine los conceptos de defensa y disuasión. Un ataque exitoso contra una red eléctrica o un sistema hospitalario puede causar más caos que una invasión convencional. Xi Jinping ha mostrado gran interés por incluir la tecnología como un activo estratégico dentro de la iniciativa China de Seguridad Mundial.

Los semiconductores son el principal producto de importación de China y representan el 40% de las ventas mundiales, a pesar de que el país posee el monopolio de materias primas críticas para la fabricación de chips, fibra óptica, paneles solares, sensores de presión o sistemas espaciales como el galio (89-95%) y el germanio (60%).

Aunque las empresas más influyentes del planeta en inteligencia artificial, computación en la nube y software se encuentran en Estados Unidos, su capacidad para garantizar la seguridad nacional es limitada. La fragmentación del ecosistema tecnológico ha creado un rompecabezas desigual de defensas. Cada hospital, cada empresa eléctrica o cada planta de agua invierte según su presupuesto y su nivel de conciencia del riesgo. El resultado es una vulnerabilidad sistémica.

China, por su parte, ha extendido la guerra digital como una extensión natural de su doctrina de “defensa activa”. No separa la ciberseguridad de la estrategia militar. Sus infraestructuras críticas —desde las plantas de energía hasta los sistemas de transporte— son coordinadas por el Partido Comunista. El partido protege su soberanía digital y lo asume como un deber del Estado. Hoy, su gran cortafuego, alguna vez considerado solo una herramienta de censura, se ha transformado en una muralla digital infranqueable.

Estados Unidos, en cambio, se encuentra atrapado entre los principios de libertad de expresión, el derecho a la privacidad y la limitación del poder estatal. El Gobierno no puede vigilar redes privadas sin orden judicial ni imponer estándares de ciberseguridad a una compañía que considera esa información propiedad intelectual.

En la doctrina clásica de la Guerra Fría, la disuasión nuclear funcionaba bajo la premisa de que ningún país atacaría si sabía que el otro podía responder con igual o mayor fuerza. En el ciberespacio, esa lógica se desdibuja. Hoy se amenaza sin declarar, se ataca sin ser identificado y se paraliza sin destruir. Es la nueva disuasión del siglo XXI: silenciosa, invisible y eficaz.

La incursión de hackers chinos en la nube de Microsoft, que permitió el acceso a correos de altos funcionarios, demostró el peligro de depender de actores privados para custodiar secretos de Estado. Cuando el dinero y la rentabilidad se imponen sobre la seguridad, la defensa se vuelve frágil.

Los reguladores norteamericanos, a diferencia del Dragón asiático, temen cruzar la línea que separa la vigilancia preventiva del espionaje masivo. La salida más viable para las democracias será un sistema descentralizado pero interconectado: los gemelos digitales, réplicas virtuales de infraestructuras críticas que permiten simulaciones realistas y detección temprana de amenazas sin invadir la privacidad ciudadana.

El mayor riesgo para Estados Unidos es que China logre imponer sus estándares tecnológicos globales —red 5G, sistemas de pagos digitales o inteligencia artificial— y merme su influencia en el ciberespacio.

El siglo XXI no será dominado por quien tenga más armas, sino por quien controle los datos, las redes y los algoritmos. En esa guerra, Estados Unidos aún puede reaccionar, pero debe aceptar que el enemigo ya no está al otro lado del océano, sino dentro de sus servidores.

China y su leninismo digital llevan la delantera en el ciberespacio, y hemos reconocido su presencia en el Canal de Panamá.¿Estará Panamá preparado para un ciberataque a su Canal Interoceánico, a los hospitales del Seguro Social, al Ministerio de Salud o a sus plantas eléctricas?

Preparémonos para la defensa del ciberespacio panameño con “gemelos virtuales” del Aeropuerto Panamá Pacífico, el Canal de Panamá, el expediente clínico del Seguro Social, el Ministerio de Salud y las torres de transmisión eléctrica.

El autor es médico sub especialista.


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