La caída de un imperio

Siempre escuchamos de que todos los imperios eventualmente caen. A lo largo de la historia, cada vez que hubo un imperio que dominó una parte del mundo, eventualmente perdió hegemonía y fue reemplazado por otro. Egipcios, griegos, romanos, españoles, ingleses, aztecas, incas, chinos, japoneses, bizantinos, hunos, franceses, austriacos, rusos, otomanos y quién sabe cuantos más, todos siguieron más o menos el mismo patrón. Tuvieron su etapa de gloria, su expansión y finalmente comenzaron una decadencia, bien sea por el deterioro moral de su sociedad o simplemente porque su área de influencia se fue debilitando por guerras o luchas internas hasta que perdieron hegemonía.

Por lo general, la gran mayoría de los imperios mantiene su vigencia por varios siglos. Incluso, muchos de ellos coexistieron en el tiempo en áreas lo suficientemente distantes como para no estorbarse unos a otros. Porque, cuando los imperios comparten espacio geográfico, terminan agarrándose a golpes, tiros, cañonazos, cuchilladas, pedradas o espadazos, según las costumbres de cada quien. Si no, vean la cantidad de guerras que ocurrieron entre los imperios europeos en los siglos XVI a XIX.

Después de las dos guerras mundiales, lo de los imperios como que pasó de moda. Sin embargo, lo más cercano a aquello, debido a sus extensas áreas de influencia global, fueron Estados Unidos y la Unión Soviética. Después de la caída del Muro de Berlín en 1989, los soviéticos perdieron gran parte de su relevancia y quedó solamente Estados Unidos como la potencia más cercana a un imperio. En aquel momento, muchos pensaron que era el fin de la polarización y que la guerra fría sería simplemente una etapa de la historia del siglo XX, para ser estudiada en las escuelas. Pero no fue así. Las ideas capitalistas que supuestamente enarbolaba la sociedad americana se las arregló para polarizarse y terminar como perros y gatos, al punto que sospecho estamos presenciando el principio del fin de ese efímero imperio (efímero, porque ha durado apenas un siglo).

La aplanadora conservadora derogó el derecho constitucional al aborto, autorizó el derecho a portar armas, eliminó la posibilidad de las autoridades regulatorias de controlar las emisiones de las fábricas en áreas urbanas y falló a favor de que dineros públicos se utilicen para financiar escuelas religiosas.


Pero posiblemente no es solo Estados Unidos. El mundo entero se ha ido radicalizando cada vez más. En lo personal, creo que las redes sociales han tenido mucho que ver, pues todo el mundo ha adquirido un escaparate para ejercer su derecho a emitir una opinión. Además, como en las redes no es posible recibir un soplamocos físico, la gente tiende a ir bastante más allá de lo que iría si estuviera frente a frente con un interlocutor.

El caso es que la división política en Estados Unidos ha generado un ambiente de crispación extrema, que hizo crisis con la presidencia de Donald Trump, en los cuatro años más catastróficos que nadie podía imaginar. Trump representa el modelo de lo más despreciable de la sociedad estadounidense. Supremacistas blancos, grupos neonazis, racistas, misóginos, fanáticos religiosos y bazofias varias, todos vieron en Trump y el trumpismo la representación de sus más bajos sentimientos. Sentimientos que seguramente siempre estuvieron presentes, pero el decoro social más elemental impedía manifestarlo abiertamente. Pero cuando un presidente puede decir que la ciencia no le importa, que a las mujeres se les puede agarrar la entrepierna si se es suficientemente famoso y que entre los supremacistas blancos hay “buena gente”, pues ya todo está permitido. Y así, poco a poco, esa corriente que desprecia todo lo que pueda representar la corrección o el respeto a los demás se fue apoderando del partido Republicano, al punto que los mismos congresistas y senadores (con la rescatable excepción de Liz Cheney) no se atreven a cuestionar los exabruptos del trumpismo, simplemente por miedo a las consecuencias electorales que pueda traerles.

Como dijera un comentarista político esta semana, “cuando eligieron a Trump se les dijo que se arrepentirían y la respuesta fue: en cuatro años pueden quitarlo…” El caso es que la cosa esa anaranjada se las arregló para plagar la Corte Suprema de Justicia con una mayoría conservadora radical que se ha convertido en el último mes en una nueva forma de imponer agendas. Como el Congreso y el Senado están tan divididos, y con la despreciable práctica del “filibusterismo” (hablar sin sentido para agotar el tiempo de debate y no votar los proyectos), se ha hecho imposible hacer leyes relevantes. Así, le han terminado dando al órgano judicial un papel para gobernar a través de nueve personas que ocupan cargos de forma vitalicia, que no han sido elegidos por un proceso electoral democrático y cuyas decisiones son inapelables.

En las últimas dos semanas, la aplanadora conservadora derogó el derecho constitucional al aborto, autorizó el derecho a portar armas, eliminó la posibilidad de las autoridades regulatorias ambientales de controlar las emisiones de las fábricas en áreas urbanas y falló a favor de que dineros públicos se utilicen para financiar escuelas religiosas.

Y, como si fuera poco, Clarence Thomas (a mi modo de ver, el más execrable de todos esos jueces), cuya esposa ha sido una defensora de la gran mentira de Trump alegando fraude electoral, insinuó que también hay que considerar eliminar el derecho al matrimonio igualitario y al uso de anticonceptivos (si, leyeron bien, eso dijo ese animal) y volver a penalizar las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. Con el matrimonio interracial no se metió, por razones obvias.

Con toda esta deformación del proceso democrático de gobierno, las diferencias cada vez se hacen más profundas y la sociedad americana se aleja más y más de los consensos. Si a eso le sumamos el éxito del populismo de extrema derecha en Europa y de la extrema izquierda en América Latina, el panorama se ve bastante sombrío. Tal vez sea un poco temprano para definir quiénes ocuparían el espacio si el imperio de Estados Unidos se desmorona… Pero sospecho no demoraremos en averiguarlo.

El autor es cardiólogo.


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