En Panamá ya hemos vivido lo que ocurre cuando se permite construir más de lo que la ciudad puede soportar: acueductos insuficientes, sistemas de alcantarillado sobrecargados, tranques diarios, barrios sin parques ni zonas verdes, calles estrechas y servicios públicos saturados. Nada de esto es casualidad. En su momento, se permitió aumentar la densidad —es decir, más viviendas o más pisos por lote— mediante “bonificaciones” o “tolerancias” que beneficiaron a unos pocos y perjudicaron a todos.
Ahora ese mecanismo regresa, pero con otro nombre. Se plantea permitir que los constructores aumenten hasta un 50% la densidad pagando una compensación económica. Lo presentan como una idea moderna, técnica y beneficiosa para la ciudad, pero en realidad es la misma práctica de siempre, disfrazada con palabras más elegantes.
Los Planes de Ordenamiento Territorial (POT) existen precisamente para poner orden en el crecimiento urbano. Determinan cuántas viviendas pueden construirse en cada zona, qué altura deben tener los edificios, y dónde deben ubicarse los parques, escuelas, calles y áreas verdes. Todo ello se basa en la capacidad real de la infraestructura y en el objetivo de garantizar calidad de vida a largo plazo.
Cuando se permite que alguien simplemente pague para cambiar esas reglas, todo el esfuerzo de planificación se pierde. Ya no manda el POT ni el interés público, sino la billetera de quien pueda pagar más.
Esto no es teoría: ya lo vivimos en la ciudad de Panamá. Se otorgaron tolerancias y bonificaciones sin prever las consecuencias. Se construyó más de lo planeado y hoy los resultados están a la vista: zonas sin agua suficiente, calles congestionadas, falta de áreas públicas y un transporte que no da abasto.
Los defensores de este nuevo mecanismo aseguran que esos pagos servirán para financiar infraestructura. Sin embargo, la experiencia demuestra que esos recursos casi nunca compensan el impacto real. Las obras llegan tarde o no se ejecutan, y la presión sobre la ciudad persiste. El dinero no crea mágicamente nuevas redes de agua, nuevas vías ni parques. Mientras tanto, las comunidades pagan el precio con un entorno urbano cada vez más difícil de vivir.
Además, estas medidas benefician principalmente a los grandes desarrolladores, que sí pueden pagar por permisos especiales. El resultado es una ciudad más desigual: algunos construyen lo que quieren y los demás deben soportar las consecuencias.
Los POT no fueron creados para ser negociables. No son una lista de precios para saltarse las normas. Son una hoja de ruta para el desarrollo urbano, una herramienta para que Panamá crezca de forma ordenada, justa y sostenible. Cambiar las reglas sobre la marcha es traicionar ese propósito.
Nuestros servicios públicos ya están al límite. Las calles están saturadas, los espacios verdes son escasos y la movilidad es un problema diario para miles de personas. No podemos seguir tomando decisiones que agraven estos males. Lo que Panamá necesita es planificación seria y cumplimiento estricto de las reglas urbanas.
Si realmente queremos mejorar la ciudad, debemos invertir de manera planificada en infraestructura, respetar los POT y pensar en la ciudadanía, no solo en quienes hacen negocio con el suelo urbano.
Este no es un tema menor. Aunque lo presenten como un asunto técnico, afecta directamente la calidad de vida de todos los panameños. Si seguimos permitiendo que las mismas prácticas se disfracen con nombres atractivos, continuaremos viviendo en una ciudad cada vez más caótica, desigual y difícil de habitar.
Por eso, este no es un debate exclusivo de urbanistas o arquitectos. Es un debate que nos involucra a todos. La ciudad no es propiedad de unos pocos; pertenece a quienes la habitamos cada día. Y las reglas que la protegen no están para negociarse: están para cumplirse.
La solución está en planificar bien y hacer cumplir la ley.
La autora es arquitecta.

