La confianza es ese recurso invisible que no se registra en los balances ni aparece en las estadísticas oficiales, pero que sostiene las relaciones humanas y la vida en sociedad. Es difícil medirla y aún más difícil cultivarla, pero su ausencia se siente de inmediato: sin confianza, cada transacción es más costosa, cada acuerdo más frágil y cada paso hacia el futuro más incierto. El mundo nos ofrece una lección clara: allí donde las personas creen que “la mayoría puede ser de confianza”, se construyen naciones más prósperas, estables y cohesionadas.
Los datos lo confirman. Países con altos niveles de confianza interpersonal, como las naciones nórdicas, también exhiben economías sólidas, instituciones confiables y sociedades más igualitarias. La confianza reduce los costos de la desconfianza: menos necesidad de papeleo, de controles redundantes y de mecanismos defensivos que entorpecen la cooperación. Allí donde la confianza escasea, florecen la corrupción, el clientelismo y la parálisis. La prosperidad no se sostiene en el miedo ni en la sospecha; se sostiene en la certeza compartida de que los demás cumplirán con su parte.
Aquí entra en juego el rule of law, el Estado de derecho. Es la plataforma que transforma la confianza en un activo real. Cuando las reglas son claras, predecibles y aplicables para todos, confiar deja de ser un acto ingenuo para convertirse en una expectativa razonable. Las instituciones sólidas garantizan que los contratos se cumplan, que los abusos se castiguen y que los derechos se protejan. Sin ese andamiaje, la confianza se desvanece y con ella la posibilidad de un desarrollo sostenido.
Panamá vive hoy una situación delicada en este terreno. Los niveles de confianza interpersonal son bajos y la percepción de que las instituciones no responden con eficacia ni transparencia erosiona aún más la cohesión social. La incertidumbre jurídica, los escándalos de corrupción y la sensación de impunidad minan la fe en el sistema. El resultado es un círculo vicioso: sin confianza, se frena la inversión, se debilita el compromiso ciudadano y se consolida la idea de que “cada uno debe velar solo por sí mismo”.
Pero la confianza no es solo un factor macroeconómico. Afecta lo más cotidiano: desde la disposición a colaborar con el vecino hasta la seguridad con la que se emprende un negocio. Una sociedad desconfiada es más frágil, más fragmentada y menos capaz de aprovechar su propio potencial. Por el contrario, una sociedad que reconstruye su confianza obtiene beneficios inmediatos: ciudadanos más dispuestos a cooperar, empresas con mayor ánimo de invertir, comunidades que creen en proyectos colectivos y un país que puede proyectarse con mayor estabilidad hacia el futuro.
Si queremos un Panamá próspero, justo y competitivo, debemos empezar por restaurar esa red invisible que nos une. La confianza, respaldada por un Estado de derecho firme, es la base sobre la cual se edifica el desarrollo. No es un lujo cultural ni una aspiración romántica: es la condición indispensable para que la prosperidad sea posible.
El autor es miembro de la Fundación Libertad

