Bajo el gobierno de Javier Milei, las universidades argentinas han sufrido un recorte de casi 30% de su presupuesto, y los salarios de los docentes han caído más de 20%. En México, los recortes a las universidades en 2025 alcanzan más de 32%, los más altos en los últimos diez años. Paralelamente, una diputada de Morena, el partido en el gobierno, propuso una iniciativa de ley para que las universidades mexicanas no exijan la tesis como requisito para obtener el grado. En Colombia, el exviceministro de Creatividad enfrenta cargos de falsificación de un título de maestría para acceder al cargo, lo que recuerda muchos casos similares pero impunes, como el de una ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en México que plagió su tesis.
¿Qué tienen en común estos casos? Que son el producto de las crisis que enfrentan todas las universidades en la actualidad. Bajo otras circunstancias, los recortes a las universidades eran impensables y altamente cuestionables: la clase política y las mismas universidades habrían condenado el fraude para obtener un grado, y nadie pondría en tela de juicio el valor de una tesis. Hoy es muy probable que haya mucha gente que esté a favor de estas prácticas, que las minimice o que directamente las justifique.
Los ataques externos
Desde principios del siglo XX, a las universidades de América Latina financiadas por el Estado se les exigió cooperar con las políticas de desarrollo. La lógica suponía que, a más graduados, un país podría acelerar sus capacidades de desarrollo en todos los ámbitos. Al inicio así sucedió, pero las universidades fueron víctimas de su éxito, y para la segunda mitad de ese siglo se masificaron. Al someterse a esta dinámica, cedieron parte de su autonomía, y los Estados se vieron comprometidos a aumentar cada año sus presupuestos para sostener esa lógica que, poco a poco, fue carcomiendo sus fines científicos, humanísticos y de divulgación.
Pero el neoliberalismo que impera en la región desde los años 80, y en el siglo XXI con mayor intensidad, no las despojó de esa carga, sino que las condicionó. Ya no responden a las necesidades de desarrollo de una sociedad guiada por el Estado, sino a las demandas del mercado. Las universidades dejaron de ser una inversión a largo plazo para convertirse en una carga gubernamental, pues lo que menos importa es la educación de calidad y el desarrollo de la ciencia.
Hoy las universidades están obligadas a justificar la pertinencia de sus carreras y grados, no en función del desarrollo del conocimiento universal, sino de las demandas del mercado laboral. Así, se las trata como centros de capacitación y expendedoras de títulos. Se han disminuido las exigencias académicas: las carreras no deben durar muchos años; entre más breves, mejor. La tesis ha perdido su valor como criterio de mérito: “¿Quién la va a leer?”. Se ha flexibilizado la obtención de títulos con exámenes estandarizados de egreso, símbolo de la mediocridad, diseñados para facilitar, no para exigir.
Al reducir los tiempos y requerimientos de titulación, los egresados están más prontos para ser explotados o, peor aún, para no serlo, porque se está formando un ejército de subespecialistas que cuelgan un título despojado de su verdadero valor: el esfuerzo intelectual. No es raro que mucha gente, sobre todo del ámbito político, se dedique a coleccionar títulos universitarios sin adquirir conocimiento; de allí la tolerancia al plagio o la minimización de prácticas fraudulentas. Incluso las grandes universidades privadas, que habían resistido primero los embates del Estado omnipotente, también cedieron a la lógica del mercado, y hoy compiten en el mercado de los títulos más fáciles de obtener.
La asfixia interna
Las universidades no son “torres de marfil”, un mito que se repite; la realidad es diametralmente opuesta. Debido a las presiones externas y a las exigencias del mercado, el profesorado, antes columna vertebral de la educación superior, ha sido desplazado por el estudiantado. Pero a ambos se los ha reducido a meros agentes económicos del sistema: unos son ahora “facilitadores” y los otros, simples clientes a los que hay que brindar educación “a la carta” y a la medida de sus posibilidades.
La búsqueda del mérito se ha confundido con el privilegio, y ha sido sustituida por el buenismo; la exigencia, por la condescendencia. A pesar de ello, las diferentes y constantes generaciones de estudiantes continúan revitalizando a la universidad al plantear nuevos retos e introducir agendas originales. Su natural rechazo al statu quo genera movimientos que impactan la esfera pública porque reflejan las preocupaciones de las sociedades; pero, al someterse a la dinámica del mercado, esa vivacidad se está apagando.
En la actualidad, el prestigio universitario ya no se construye con la generación de conocimiento ni con la calidad de su transmisión, sino con los indicadores de mercado. Esta dinámica ha obligado a las universidades a explotar al profesorado, convirtiéndolo en un instrumento de este sistema. Está obligado a dedicar más tiempo a labores burocráticas que a formar; cumple con horas de docencia, pero ya no ilumina ni da cátedra.
La “vida académica” se consume en prepararse para evaluaciones continuas, llenar formatos que se duplican y triplican, porque cada agencia que sostiene el sistema lo exige de manera diferenciada; la investigación científica apenas ocupa un tiempo marginal.
La reducción de recursos para la investigación, la precariedad salarial, las pobres jubilaciones, las escasas plazas para absorber a las nuevas generaciones —un problema de dimensiones mayúsculas en sí mismo—, además de que las mismas universidades son grandes organizaciones, generan una dinámica política interna poco visible: las luchas por el poder dentro de ellas son encarnizadas.
Grupos de influencia, regularmente con deficientes credenciales académicas, patrimonializan los cargos y reparten los pocos recursos entre sus allegados; se fomenta el nepotismo y prima la lógica de la servidumbre. Este problema se profundiza cuando esos grupos tienen vínculos con los partidos políticos. La carrera burocrática universitaria para muchos “académicos” es su única razón de ser; las más de las veces, los verdaderos académicos terminan bajo el yugo de liderazgos mediocres. Y con las dinámicas de mercado, también las universidades se han llenado de personas que se hacen pasar por “catedráticos” sin vocación por la docencia, que ven la academia como un pasatiempo de prestigio.
¿Cuál es el futuro de la universidad?
En un mundo donde varios multimillonarios abandonaron la universidad para crear empresas de nuevas tecnologías, o en América Latina donde la música popular encumbra la fácil adquisición de dinero que ofrecen las actividades ilícitas, parecería que las universidades están en decadencia.
El objetivo de las universidades no es crear riqueza, sino preservar y transmitir el conocimiento de la humanidad. Su rol es expandir las capacidades intelectuales de las personas, no solo formar cuadros para el mercado laboral. Si los títulos universitarios no sirvieran, nadie trataría de hacer fraude para obtenerlos.
Solo en las universidades se puede estudiar e investigar en libertad, analizar los problemas y orientar la transformación del mundo. Sus valores e importancia son intangibles y, precisamente por ello, se requiere preservarlas para que sigan cumpliendo sus funciones y transformarlas sin que pierdan su esencia.
El autor es doctor en ciencia política/Universidad de Guanajuato.

