Esta vez no me referiré al progresismo del siglo XXI, sino a uno de los grandes hechos que hoy lo hacen necesario y urgente: el colapso de la confianza en las élites gobernantes. El pasado 9 de diciembre, en su último artículo, tras 25 años como columnista de The New York Times, Paul Krugman -Premio Nobel de Economía-, al despedirse, hizo un recuento de cuánto ha cambiado tanta gente en Estados Unidos y en “el mundo occidental” en este cuarto de siglo, en el cual el “optimismo ha sido reemplazado por la ira y el resentimiento”.
Krugman comenta cómo desde 1999 e inicios de los años 2000 las encuestas mostraban un nivel de satisfacción con la dirigencia del país “que parece surrealista para los estándares actuales”. En ese entonces muchos estadounidenses daban por sentada la paz y prosperidad. En contraste, ahora el disgusto va desde la clase trabajadora que se siente traicionada por las élites hasta los multimillonarios que, al parecer, serán muy influyentes en la administración Trump, “que no se sienten lo suficientemente admirados”. Incluso “los plutócratas que solían disfrutar de la aprobación pública -añade Krugman más adelante-, ahora están descubriendo que todo el dinero del mundo no puede comprar el amor”.
¿Qué pasó con aquel optimismo?, se pregunta el autor. “A mi modo de ver -se responde a sí mismo-, hemos tenido un colapso de la confianza en las élites: el público ya no tiene fe en que las personas que dirigen las cosas sepan lo que están haciendo, o que podamos asumir que están siendo honestos”. Y eso que Krugman no ha tenido la experiencia de convivir con nosotros los panameños ni demás latinoamericanos.
Y ya no son solo las élites políticas las que han perdido la confianza del público, también las tecnocráticas y financieras. Hasta la grave crisis financiera del 2008 había quienes pensaban que el gobierno sabía cómo gestionar la economía. Pero los bancos, cuyos vaivenes la habían puesto al borde de otra Gran Depresión, tuvieron que ser rescatados a expensas de los fondos públicos, por la incapacidad de los banqueros para resolver el entuerto del cual ellos habían sido parte, sin que por eso hayan mostrado un poco de contrición.
En Latinoamérica, después de que el tsunami neoliberal privó al Estado nacional de sus facultades e instrumentos de orientación y supervisión del mercado conforme a un plan de desarrollo en interés social, ese Estado quedó así debilitado e inoperante, mientras el poder político se lo disputan oportunistas y aventureros que aspiran a administrar la cosa pública según el juega vivo de los plutócratas cuyas variables apetencias pasan por ser “el mercado”, como sucede en los gobiernos llamados “empresariales”.
Al cabo de todo lo cual Krugman, como intelectual “liberal” norteamericano -lo que por acá equivaldría a un progresista-, llega a su pregunta final, a unas conclusiones y a un vaticinio. ¿Hay alguna manera de salir de este sombrío panorama? Y señala: “si bien el resentimiento puede poner a las personas malas en el poder, a largo plazo no puede mantenerlas allí”. En algún momento “el público se dará cuenta de que la mayoría de los políticos que critican a las élites son élites en todos los sentidos que importan, y comenzará a hacerlos responsables de su fracaso en cumplir sus promesas”.
En ese momento el público puede estar dispuesto a escuchar a quienes no tratan de argumentar desde la autoridad ni hacen falsas promesas, pero sí procuran decir la verdad lo mejor que pueden. Es posible que nunca recuperemos la fe en nuestros líderes que solíamos tener. Pero concluye Krugman: “Si nos enfrentamos a la kakocracia -el gobierno de los peores- que está surgiendo […] es posible que eventualmente encontremos nuestro camino de regreso a un mundo mejor”.
El autor es profesor y diplomático.
