Una sala que alguna vez estuvo llena, ahora permanece olvidada. Las luces siguen ahí, pero nadie decide cuándo se encienden.
En Panamá, como en buena parte de América Latina, la cultura sucede. Se crean cosas. Se organizan eventos. Se produce talento. Pero no siempre se sabe para qué. Lo urgente tapa lo importante. Lo visible sustituye lo profundo.
Y lo simbólico queda a merced de quien tenga micrófono o presupuesto, no necesariamente visión. Las buenas ideas se disipan por falta de estructura. Las acciones se repiten sin evaluación. Los ciclos se reinician sin memoria.
Desde dentro lo he visto: personas comprometidas, ideas potentes, públicos con hambre de más. Pero sin una política cultural sólida, todo depende del entusiasmo de unos pocos. Y la cultura, para tener impacto real, no puede ser un acto de fe.
En países como Colombia, Uruguay o México se ha entendido que la cultura no es solo adorno: es herramienta de desarrollo, inclusión, transformación. Y cuando se la piensa como sistema, deja de depender del azar. Tiene estructura, medición, propósito.
No se trata de pedir más presupuesto sin dirección. Se trata de decidir con qué historias queremos construir país. Qué voces visibilizamos. Qué símbolos proyectamos. Qué valores transmitimos.
Porque si no diseñamos nuestros relatos, terminaremos importando narrativas que no nos reconocen. Narrativas que sí tienen estrategia, pero no contexto. Que sí tienen estética, pero no raíz.
La cultura no puede ser el plan B. Es, en el fondo, la forma más seria que tenemos de imaginar país.
Y ningún país puede imaginarse a sí mismo si no invierte, con convicción, en su capacidad de contar.
El autor es gerente de Cultura de la Fundación Ciudad del Saber.
