El origen de la distinción entre izquierda y derecha se remonta a la Revolución Francesa. En la Asamblea Nacional, la nobleza y el clero —defensores de fueros y privilegios— se sentaban a la derecha del presidente (no del “Rey Sol”), mientras que los partidarios de la soberanía popular y de la democratización se ubicaban a la izquierda. Con el tiempo, las derechas adoptaron posturas autoritarias, rechazando la separación de poderes y los derechos de los grupos vulnerables, mientras que la izquierda, especialmente después de la caída del Muro de Berlín, abrazó con mayor fuerza la defensa de estos principios. La extrema derecha rechaza abiertamente la democracia y la derecha radical se opone a cualquier forma de cogobierno o democracia participativa.
En Panamá, tras las elecciones de mayo de 2024, una derecha radical autodenominada “gobierno del paso firme” llegó al poder con apenas un tercio del electorado. Su triunfo se cimentó en la demagogia: ofreció chen chen a los sectores vulnerables mientras garantizaba a la élite financiera la reestructuración de la deuda externa y la mejora del grado de inversión, financiada con recursos de las contribuciones obrero-patronales al sistema de seguridad social.
Este gobierno, influenciado por rasgos propios del fascismo —autoritarismo, culto al líder, manipulación mediática y violencia sistemática—, recurre a la desinformación para negar la realidad. Promete megaproyectos inviables, como el Río Indio o el ferrocarril David–Panamá, sin inversionistas interesados, y minimiza la amenaza de los fondos buitres que operan en el país. Como advirtió George Orwell, su objetivo es que la población “niegue la evidencia de sus ojos y oídos”.
Una de sus tácticas es el gaslighting, inspirado en la obra teatral Gas Light (1938) de Patrick Hamilton, que busca que la ciudadanía dude de su propia percepción. El “paso firme” repite mentiras hasta normalizarlas, erosionando el pensamiento crítico y creando una “realidad alterna”. Presenta, por ejemplo, a banqueros privilegiados como “víctimas” de un mal grado de inversión, mientras aplica lawfare —persecución legal selectiva— contra opositores.
Además, usa consultorías extranjeras como chivos expiatorios para justificar políticas excluyentes, alegando que sus decisiones se basan en “datos técnicos” cuando, en realidad, responden a intereses de los donantes de campaña. Esto alimenta la desconfianza social, especialmente en temas como las cuotas de la seguridad social, sobre las cuales no hay transparencia.
Su retórica se sostiene en el resentimiento y el miedo: frases como “detuvimos la invasión migratoria” (aludiendo al Darién) o “combatimos una izquierda no democrática” (para criminalizar protestas en Bocas del Toro) polarizan a la sociedad y legitiman la represión. Con ello, debilita instituciones democráticas, normaliza la intolerancia y consolida un autoritarismo disfrazado de orden.
El gobierno ha institucionalizado el “derecho a ofender”, fomentando un lenguaje discriminatorio y justificando ataques verbales contra críticos, mientras impulsa una agenda de impunidad fiscal para sectores privilegiados.
En un contexto de austeridad, alta deuda pública y descontento social, este autoritarismo podría generar una reacción igual de extrema. Si la ciudadanía asocia democracia con represión y desigualdad, en 2029 podría triunfar una izquierda radical, no por convicción ideológica, sino como castigo al régimen actual.
El autor es médico sub especialista.

