En los últimos días, ante el aumento considerable de los flujos de movilidad humana en nuestro país y en el continente americano, Panamá ha reiterado, tanto en el plano local como en el internacional, que es uno de los pocos países que cumple con los estándares humanitarios en el tratamiento de los migrantes, solicitando, a su vez, cooperación internacional para lidiar con este fenómeno cíclico. Dicha narrativa no se compagina con los rasgos discriminatorios que caracterizan a nuestra política migratoria y que han permeado al plano estructural a través de nuestra Constitución y nuestras leyes.
Al señalar estructuras constitucionales de corte discriminatorio, no solo me refiero a la Constitución de 1941 y a su nefasto artículo 23, que categorizaba a “la raza negra cuyo idioma originario no sea el castellano, la raza amarilla y las razas originarias de la India, el Asia Menor y el Norte de África”, como “razas de inmigración prohibida” y que hacía referencia al “mejoramiento étnico” del país. También me refiero al artículo 12 de la Constitución vigente, que autoriza al Estado panameño a “negar una solicitud de carta de naturaleza por razones de moralidad, seguridad, salubridad, incapacidad física o mental”. A través de esta excerta se sientan las bases constitucionales de lo que se podría denominar una política migratoria con rasgos discriminatorios.
Bien se podría argumentar que el artículo en cuestión no tiene una vigencia práctica y que nuestras autoridades, en el ejercicio del poder público, optan por no materializar tales prácticas discriminatorias. Sin embargo, dice mucho de nuestro país que, a 50 años de vigencia jurídica de la Constitución de 1972, dicha excerta no haya sido derogada a través del proceso contemplado en la Constitución misma (sépase, sendos actos de reforma aprobados a través de dos legislaturas distintas e inmediatamente siguientes). Además de que tal reforma es una de las recomendaciones recurrentes que se le formulan a Panamá dentro del examen periódico universal del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. En el marco de los múltiples actos y conmemoraciones que han tenido lugar en este mes de octubre relativos a la Constitución de 1972, esta sería una buena iniciativa por tomar en cuenta.
Cuando me refiero a que estos rasgos discriminatorios han permeado del plano constitucional al marco legal de la política migratoria, no se trata de una mera construcción teórica, sino de algo materializado a través de la adopción informal de términos como “nacionalidades restringidas” por razones de seguridad o salubridad, aplicables a ciudadanos de China, India y múltiples países de África y el Medio Oriente. Cualquier lectura ampliada del artículo 12 de la Constitución permite adoptar estándares discriminatorios no solo para los procesos de naturalización, sino para cualquier otro proceso y en detrimento de grupos internacionalmente protegidos como la población LGBTIQ+, las personas diagnosticadas con VIH o las personas con algún tipo de discapacidad física o mental.
Otro ámbito en el que se encuentran manifestados los rasgos discriminatorios es en la reticencia del Estado panameño en adherirse a la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabadores migratorios y de sus familiares y sus consecuentes afectaciones en Panamá para las trabajadoras y los trabajadores migratorios sujetos de las visas de alternadoras y las visas de trabajadoras y trabajadores domésticos. Esto, a su vez, contribuye a la securitización de la política migratoria (verla exclusivamente como un tema de seguridad) abonada también por la fragmentación de los regímenes de protección internacional que ofrece el Estado panameño (ver “La fragmentación del derecho migratorio, La Prensa, 4 de mayo de 2021).
Es por ello que cuando escuchamos de forma reiterada a nuestras autoridades proclamar que Panamá es uno de los pocos países que brinda un trato humanitario a los migrantes en tránsito, debemos ser críticos y pensar en los múltiples problemas que enfrentamos en la práctica y en la incapacidad de realizar un mea culpa, el cual va más allá de la administración de turno. La política oficial del Estado panameño es la de facilitar el tránsito de esquemas de movilidad humana sin ser lugar de destino, particularmente para los migrantes en condición de vulnerabilidad. Las ínfimas cifras de refugiados, solicitantes de asilo, víctimas de trata de personas y apátridas bajo la protección del Estado panameño así lo demuestran. Es más fácil que un dictador depuesto reciba asilo político en Panamá que se le extienda el estatuto de refugiado a una persona que huye de un conflicto armado o de situaciones de violencia generalizada en su país de origen, pues en este último proceso, la carga de la prueba, contrario a la ley internacional, esta invertida y le corresponde a quien solicita la condición de refugiado. Hasta tanto no se realicen las reformas correspondientes, se excluyan los estándares discriminatorios de nuestra Constitución y de nuestras leyes y se integre una verdadera perspectiva humanitaria a nuestra política migratoria, el discurso en diversos foros y conferencias internacionales distará muchísimo de la práctica panameña.
El autor es abogado y profesor de derecho internacional

