La encíclica Aeterni Patris, de León XIII, promulgada el 4 de agosto de 1879, se dedicó enteramente a la filosofía y a tratar el problema de la relación entre la fe y la razón.
Según Juan Pablo II, ese documento demostró cómo el pensamiento filosófico es fundamental para la fe y la ciencia teológica.
La encíclica de León XIII impulsó los estudios sobre el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, entre otros, y dio lugar a la formación de varias escuelas filosóficas tomistas y al surgimiento de distinguidos filósofos católicos, entre ellos J. Maritain y E. Gilson.
Al terminar el milenio, Juan Pablo II consideró urgente y necesario enfrentar, en forma más sistemática que la presentada por su predecesor, la discusión del problema de la relación entre la fe y la filosofía. Con ese propósito promulgó la encíclica Fides et Ratio el 14 de septiembre de 1998.
Fides et Ratio subraya el valor que la Iglesia atribuye a la filosofía como instrumento para la “comprensión de la fe”. También destaca lo que considera limitación de la filosofía cuando rechaza, o no toma en cuenta, las verdades de la Revelación.
La introducción de la encíclica cita la exhortación del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Es un llamado a la introspección y un reconocimiento del hecho de que hay ciertas preguntas fundamentales comunes a todos los hombres: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿qué hay después de esta vida?, que son el punto de partida.
En la búsqueda de respuestas que den sentido a la vida, el hombre ha utilizado —dice la encíclica— la filosofía, principalmente en la cultura occidental. Sin embargo, la filosofía sola no basta para encontrar las respuestas. La filosofía, dice el Papa, “parece haber olvidado que este (el hombre) está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo trasciende”. Sin esa orientación, el hombre cae en el agnosticismo y el relativismo, “que han llevado a la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general”. En esta situación, la Iglesia ha considerado necesario intervenir con sus reflexiones sobre la “vía que conduce a la verdad”.
El capítulo I se denomina “La revelación de la sabiduría de Dios” y trata del origen divino que le atribuye a la Revelación; su carácter sobrenatural, atacado por el racionalismo; y la afirmación de la Iglesia de que, además del conocimiento filosófico, de la razón, existe un “conocimiento peculiar de la fe”. La verdad racional y la alcanzada por la fe no se confunden: en una “conocemos por razón natural” y en otra “por fe divina”. La fe cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia y pertenece, por ello, a un orden diverso del conocimiento filosófico.
El capítulo concluye afirmando el valor orientador de la Revelación para el hombre actual, inmerso en las estrecheces de una lógica tecnocrática.
El capítulo II se refiere al vínculo que la Iglesia atribuye al “conocimiento de fe y el de la razón”. Dice que no compiten, sino que cada uno tiene su esfera de actividad. Mediante la facultad de la razón se puede alcanzar el conocimiento del Creador. Si no se alcanza, es por impedimento del hombre, ocasionado por su libre voluntad y su pecado. Este obstáculo ha sido removido por la venida de Cristo, que ha redimido a la razón de los impedimentos que ella misma se había impuesto.
El capítulo siguiente destaca el afán natural de conocimiento del hombre: la tendencia a descubrir “más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas”. Tenemos la obligación moral de buscar la verdad, la verdad absoluta y universal, la que sea verdad para todos y siempre. El hombre es definido como “aquel que busca la verdad”.
Hay tres formas de verdad, según el Papa: la verdad propia de la vida diaria, relativa a las cosas apoyadas en evidencias inmediatas; la verdad filosófica, a la que se llega por medio de la razón; y, por último, la verdad religiosa.
El ser humano se encuentra en un camino de búsqueda de la verdad humanamente interminable. La fe cristiana permite al hombre “participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios uno y trino”. La verdad es Jesucristo. La Revelación da certeza a la unidad de la fe y la razón, porque Dios es creador y, a la vez, es el Dios de la historia de la salvación. Hay unidad, pues, entre “la verdad natural y la verdad revelada”.
El capítulo IV se denomina “Relación entre la fe y la razón”. Hace una relación de la evolución histórica del “encuentro entre la fe y la razón”, desde las formas mitológicas del pensamiento prefilosófico de la antigüedad; los primeros cristianos; los Padres; la síntesis de san Agustín; la teología escolástica con san Anselmo y, sobre todo, Santo Tomás, “maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología”.
Posteriormente, con la aparición de las universidades, la unidad entre razón y fe alcanzada por los teólogos de la Iglesia fue destruida por los sistemas que separaron el conocimiento racional de la fe. Afirma el Papa que una buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose de la Revelación cristiana, y que en el siglo XIX ese alejamiento alcanzó su culminación.
El positivismo, el nihilismo, el afán utilitarista: todos ellos se han alejado de la visión cristiana del mundo. En este último siglo se ha constatado una progresiva separación entre la fe y la razón filosófica.
Termina este capítulo haciendo un llamado enfático a que la fe y la filosofía recuperen la unidad “profunda”.
El capítulo V trata de las “Intervenciones del magisterio en cuestiones filosóficas”. Se refiere al papel que debe jugar la Iglesia en la “corrección de los errores y desviaciones” en que ha incurrido el pensamiento filosófico moderno, especialmente los incompatibles con la verdad revelada. Los problemas y errores del pasado han vuelto —dice— con nuevas peculiaridades: rebrotes de fideísmo, biblicismo, agnosticismo, etc. La renovación neotomista provocada por la encíclica Aeterni Patris intentó mantener viva la tradición del pensamiento cristiano en “la unidad de la fe y la razón”.
El Papa observa “con sorpresa y pena” que, después del Concilio Vaticano II, no pocos teólogos muestran desinterés por el estudio de la filosofía, que es —dice— imprescindible en los estudios teológicos.
El capítulo VI se denomina “Interacción entre teología y filosofía”. La teología debe “mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido...”. La teología moral necesita también la aportación filosófica. Se presentan algunos ejemplos de “verdades” dadas por la Revelación que no habrían podido ser descubiertas sin el auxilio de la filosofía. Entre ellas: el concepto de un Dios personal; la realidad del pecado original y otros. La Revelación cristiana es, en definitiva, “el verdadero punto de referencia y de confrontación entre el pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación”.
El último capítulo se refiere a las “exigencias y cometidos actuales”.
Uno de los principales problemas actuales es la “crisis del sentido” ocasionada por la fragmentación del saber. Se hace necesario que la filosofía encuentre otra vez su camino de búsqueda del sentido último y global de la vida. Otra exigencia actual consiste en verificar la capacidad humana para llegar al conocimiento de la verdad. Una tercera exigencia es una filosofía con alcance metafísico, que trascienda los datos empíricos y llegue a la verdad absoluta (Dios). El gran paso que debemos dar al concluir el milenio es ir “desde el fenómeno hacia el fundamento”. El camino de la metafísica (de orientación cristiana) es la ruta obligada para superar la crisis actual de grandes sectores de la filosofía.
Se insiste en la necesidad de mantener una relación estrecha entre la reflexión filosófica contemporánea y la tradición filosófica cristiana, a fin de evitar errores y riesgos.
Juan Pablo II considera que, entre los errores a que se expone la reflexión filosófica de nuestros días, se encuentran el eclecticismo, el historicismo, el cientificismo, el pragmatismo y la postura nihilista. De todos ellos, el Papa da una breve descripción, obviamente con fines propedéuticos.
En cuanto a la teología, su cometido actual es doble: desarrollar la labor del Concilio Vaticano II relativa a la renovación metodológica para mejorar la evangelización, y presentar “la inteligencia de la Revelación y el contenido de la fe”. Se hace necesario encontrar el significado “profundo” de los textos bíblicos; interrogarse filosóficamente sobre la relación entre el hecho y su significado.
Un paso ulterior a la interpretación de las fuentes consiste en dilucidar el problema de la comprensión de la verdad revelada, que la encíclica denomina “elaboración del intellectus fidei” y que necesita del aporte de la filosofía, particularmente una “filosofía del ser” enmarcada en la metafísica cristiana.
Frente a la desorientación de la conciencia ética que percibe, se destaca la importancia de la filosofía para que los creyentes puedan comprender su fe.
El capítulo concluye señalando el papel que la filosofía debe jugar para clarificar principalmente “la relación entre la verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible”.
El texto completo de la encíclica puede obtenerse en la página del Vaticano.
El autor es abogado y doctor en filosofía.


