La ‘epidemia’ de autismo y sus causas: cuando la desinformación viene de arriba

Juan nació sano. Su mamá tuvo un embarazo tranquilo, sin complicaciones. El parto fue perfecto. Nada hacía sospechar que su desarrollo sería distinto al de otros niños.

Durante los primeros meses, todo parecía normal. Juan comía bien, dormía, crecía. Pero alrededor de los ocho meses, su mamá comenzó a notar algunas cosas que le llamaban la atención. Juan no la miraba a los ojos cuando le hablaba; parecía más interesado en meter y sacar carritos de un envase, una y otra vez, que en jugar con otras cosas. No le gustaba que lo alzaran y no respondía cuando lo llamaban por su nombre.

A los 12 meses, Juan no decía ni una palabra. Tampoco hacía gestos como señalar, saludar o decir adiós con la mano. Prefería estar solo, alineaba sus carritos durante largos ratos y se molestaba mucho si alguien se los movía. Su pediatra, con la empatía y claridad que toda familia necesita, les explicó a sus padres que esos podían ser signos tempranos de un trastorno del espectro autista (TEA) y los derivó a una evaluación especializada. A los 18 meses, Juan recibió el diagnóstico.

Sus papás, como muchos otros, se sintieron abrumados al principio: el miedo al futuro, la avalancha de información, las preguntas sin respuesta. Pero, con el tiempo, entendieron que conocer el diagnóstico era una herramienta, no una condena. Aprendieron cómo funciona el cerebro de su hijo, buscaron terapias basadas en evidencia, adaptaron rutinas y espacios para que Juan pudiera desarrollar sus habilidades sociales y del lenguaje, y estimularon sus intereses de una manera saludable. Gracias a eso, Juan logró integrarse al jardín de infantes de su comunidad. Va feliz, tiene una maestra que lo comprende y compañeros que aprenden con él.

Y entonces aparece Robert F. Kennedy Jr., actual secretario de Salud de Estados Unidos, micrófono en mano, anunciando que el autismo es una “epidemia” causada por toxinas ambientales misteriosas que promete identificar “antes de septiembre”. Una de sus ideas estelares: el moho. También mencionó pesticidas, aditivos alimentarios y medicamentos, sin ofrecer ni una pizca de evidencia sólida. Pero quizá lo más alarmante no fue eso, sino cuando afirmó que las personas con autismo “nunca pagarán impuestos, ni trabajarán, ni saldrán en citas”.

Es decir, para el hombre a cargo de la salud pública del país más poderoso del mundo, las personas con autismo no solo son víctimas de una toxina invisible, sino también seres sin futuro ni derechos civiles. Como si, por tener un cerebro que procesa el mundo de forma distinta, estuvieran condenados a vivir en la periferia de la sociedad.

¡Bravo, señor Kennedy! Nada como lanzar estigmas desde una tarima para que miles de padres duden de sus hijos, para que maestros bajen las expectativas, para que la sociedad retroceda décadas en comprensión y respeto. Mientras tanto, los pediatras, expertos en salud mental y neurólogos infantiles se toman la cabeza con ambas manos.

La ciencia ha demostrado una y otra vez que el autismo es un trastorno del neurodesarrollo con causas multifactoriales, donde influyen factores genéticos y ambientales complejos (y no, el moho de la ducha no está en la lista). Y que el incremento en los diagnósticos no se debe a una plaga moderna, sino a mejores herramientas de detección, mayor conciencia y menos estigmas (bueno, hasta que Kennedy se subió al escenario).

Y no, las vacunas no causan autismo. No lo dice solo una pediatra y mamá que vacuna a sus hijos. Lo dicen múltiples estudios científicos bien diseñados, revisiones sistemáticas y metaanálisis que analizaron a millones de niños. La evidencia es contundente: no hay relación causal entre las vacunas y el autismo. Continuar afirmando lo contrario no solo es irresponsable, es peligroso.

La historia de Juan es la historia de miles. Niños que pueden crecer, aprender, relacionarse, trabajar y ser felices. Que necesitan comprensión, no miedo. Ciencia, no teorías conspirativas. Padres informados, no confundidos por figuras públicas con discursos peligrosos.

El autismo no es una enfermedad. Es una condición del desarrollo neurológico. Y mientras algunos se dedican a buscar culpables imaginarios, las verdaderas soluciones están en el acompañamiento temprano, la intervención oportuna y la construcción de una sociedad donde todos los cerebros tengan lugar.

La autora es pediatra.


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