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La estafa disfrazada de amistad

La estafa disfrazada de amistad
Hay muchas formas de estafas.

Un gran amigo, casi un hermano, me comentó que su situación económica estaba un tanto deteriorada, que no tenía los ingresos de antes y que se le había presentado la oportunidad de “nivelar el avión” prestando una suma sustancial de sus ahorros a dos personas muy cercanas, a quienes conocía de familia hacía muchos años. Por separado, le prometían intereses extraordinariamente altos, muy por encima de los que pagaba cualquier depósito a plazo fijo en el sistema bancario, y le aseguraban que todos los meses recibiría puntualmente sus pagos.

Le aconsejé tener cuidado. Aquella “oportunidad” tenía todo el perfil de un esquema piramidal: ese en el que el segundo paga los intereses del primero, y así sucesivamente, hasta que un día el castillo de naipes colapsa dejando escombros financieros y emocionales. Nunca me lo comentó, pero supe de fuente de primera mano que ambos vendedores de humo le pagaron, si acaso, dos meses de intereses; después, a huir. Hoy ha perdido los ahorros y la amistad de esos “amigos cercanos que conocía de familia hacía muchos años”.

Los esquemas piramidales no nacieron en el siglo XXI ni con las plataformas digitales. Su raíz es más antigua, más humana y más poderosa de lo que muchos imaginan. La historia de Carlo Ponzi, mejor conocido como Charles Ponzi, es quizás el ejemplo más famoso de cómo una promesa de riqueza rápida puede seducir incluso a sociedades enteras.

Ponzi, nacido en Italia, llegó a Estados Unidos en 1899 con tan solo 2.50 dólares en el bolsillo. Astuto, carismático y con un don natural para los idiomas, pasó por trabajos duros y mal pagados en Pittsburgh y Boston. Tras una fallida aventura en Montreal que terminó en prisión por falsificación de cheques, reapareció en 1917, reinventado y decidido a triunfar.

Fue entonces cuando concibió la idea que lo haría famoso: ofrecer rendimientos del 100% en 90 días. Cientos, luego miles de personas comenzaron a invertir. Boston entero cayó bajo su encanto. La prensa empezó a cuestionarlo, y el titular que inició su caída fue directo: “Duplica su dinero en tres meses”. Ponzi respondió contratando a un jefe de prensa, ordenando auditorías y multiplicando su discurso. Pero el escrutinio periodístico persistió.

Un día, el Boston Post publicó un artículo revelando su pasado como convicto en Canadá y en Estados Unidos. La revelación dejó perpleja a la ciudad. Mientras tanto, las autoridades fiscales estadounidenses continuaban auditando sus libros y no tardaron en descubrir la realidad: no había sellos postales, ni agentes internacionales, ni una institución misteriosa en Europa actuando en su nombre.

La auditoría concluyó que Ponzi tenía un déficit de más de 3 millones de dólares, cifra que después se elevó a más de 7 millones. Como consecuencia, Ponzi fue arrestado, varios bancos quebraron y quienes aún conservaban sus pagarés recibieron 30 centavos por cada dólar invertido. El Boston Post fue galardonado con el Pulitzer por estas investigaciones, otra razón para reconocer el rol de los medios en el combate al cáncer de la corrupción.

Ponzi aceptó declararse culpable del cargo federal por fraude postal para reducir su pena a cinco años, de los que solo cumpliría tres y medio.

Tras sufrir un infarto, luego un derrame cerebral y, pese a haber movido más de 20 millones de dólares producto de sus estafas, Ponzi murió en 1949 con tan solo 75 dólares en la cartera para pagar su propio sepelio.

Hoy, más de un siglo después, su método sigue vivo: adaptado, digitalizado, maquillado, pero idéntico en esencia.

Si Ponzi viviera hoy, probablemente tendría redes sociales impecables, fotos en restaurantes exclusivos y un estilo de vida de aparente éxito. Y esa figura existe: el estafador elegante, una categoría que muchas víctimas no reconocen a tiempo.

El estafador del siglo XXI no es un delincuente de esquina. Es un personaje cuidadosamente construido: viste trajes de marca, habla con seguridad, cultura y falsa autoridad; se hospeda en hoteles de lujo, frecuenta restaurantes costosos, se rodea de un aura de éxito y contactos, y se acerca de forma repentina, con interés genuino —y exagerado—, presentándose como “tu nuevo mejor amigo”. Su objetivo es uno: impresionar para que la víctima baje la guardia.

Promete inversiones “infalibles”, “garantizadas”, “sin riesgo”. Repite que “la oportunidad es ahora”. Y cuando la persona duda, refuerza la presión con un toque emocional: “solo quiero ayudarte”, “confía en mí”.

Señales de alerta que deben encender las alarmas: interés repentino y exagerado por tu vida; promesas de ganancias rápidas y sin riesgo; urgencia injustificada para invertir; mucha palabra y poca evidencia verificable; un estilo de vida que no coincide con su actividad real; historias que cambian según la ocasión; y victimización cuando se le cuestiona. El estafador elegante no roba con armas, roba con narrativa, estilo y aparente cercanía emocional.

Carlo Ponzi no usaba redes sociales, pero su esencia era idéntica: era encantador, convincente y extraordinariamente hábil para ganarse la confianza de sus víctimas. No ofrecía productos, ofrecía ilusiones. No vendía inversiones, vendía esperanza.

Y como entonces, hoy sigue ocurriendo: quienes caen no lo hacen por ignorancia, sino por confianza.

El traje bien planchado, el reloj brillante, el discurso perfecto: todo es parte del escenario. Como en 1920, los estafadores modernos comprenden una verdad incómoda: la apariencia abre puertas que la honestidad a veces no logra abrir.

Advertencia final: antes de creer en un “amigo repentino” que promete riqueza, recuerde la lección más dura del caso Ponzi. Los estafadores no llegan para ayudarte: llegan para estudiarte, impresionarte y, finalmente, despojarte. Reconocerlos a tiempo no solo protege el bolsillo, protege también la dignidad, la confianza y los años de trabajo honrado.

Las grandes estafas no comienzan con un ladrón; comienzan con una promesa que suena fácil, rápida y milagrosa. Proteger tus finanzas no es desconfianza: es amor propio.

El autor es auditor, ex viceministro de la Presidencia y ex secretario general de la Contraloría.


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