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La falsa promesa de la austeridad

En Novum Organum (1620), Francis Bacon identificó a los “ídolos” que distorsionaban la percepción humana, entre ellos el “ídolo del mercado”, que refleja cómo el lenguaje y las dinámicas sociales manipulan la comprensión de la realidad. Hoy, este concepto parece materializarse en la narrativa de la derecha radical que gobierna Panamá de manera contramayoritaria, impulsando una austeridad presentada como necesidad económica pero arraigada en ideología.

Tras el actual estallido de la burbuja financiera, quienes prometieron chenchén y modernidad con un tren transnacional, ahora resucitan el mito de la austeridad, ignorando la abundante evidencia en su contra. Bajo esta lógica, recortan presupuestos en salud, educación y seguridad, menospreciando el papel del Estado como generador de bienestar colectivo. Desde el fin de la dictadura militar, el discurso corporativo ha limitado al gobierno a un rol corrector de “fallas del mercado”, reduciéndolo a proveer servicios básicos (como educación para los pobres o tratamientos de alto costo como hemodiálisis, cáncer y sida), infraestructura esencial y protección a la propiedad privada. Mientras se glorifica al sector privado como único creador de riqueza, el Estado es relegado a un actor subsidiario.

Esta narrativa, impulsada desde los noventa, estigmatiza al sector público como ineficiente y corrupto, justificando privatizaciones, externalizaciones y recortes que debilitan su capacidad de desarrollo. Ejemplo de ello son las concesiones opacas de carros cisterna para distribuir agua potable, que luego sirven para tildar al IDAAN de despilfarrador, en lugar de reconocerlo como garantía de un bien esencial.

La austeridad como doctrina se afianzó tras la crisis financiera de 2008, provocada por la irresponsabilidad del sector financiero y la quiebra de Lehman Brothers. Pese a que los gobiernos eviten el colapso con rescates, el relato hegemónico culpó al “gasto público excesivo”. En Panamá, este argumento resurge bajo la administración del “paso firme”, avalando reformas lesivas como la polémica Ley 462 del seguro social.

El núcleo del austericidio es falaz: supone que la deuda pública frena el crecimiento y que solo los recortes la reducen. Sin embargo, ignoran que la inversión estatal en educación, salud e infraestructura es clave para el desarrollo. Recortar en estos sectores no solo frena el crecimiento a largo plazo —empeorando la relación deuda/PIB al reducir el PIB—, sino que profundiza la desigualdad. Por el contrario, fortalecer las capacidades productivas del Estado puede aumentar los ingresos fiscales y reducir la deuda de manera sostenible.

Panamá, al recortar gastos, también limita sus ingresos y potencial de crecimiento, generando un círculo vicioso que agrava la inequidad. Peor aún, estas medidas se basan en asesorías de consultoras privadas —oráculos financieros modernos— que repiten fórmulas fracasadas de los noventa en América Latina. Irónicamente, esas mismas políticas allanaron el camino para que la Revolución Bolivariana llegara al poder en Venezuela en 1998.

No existe un estándar universal para definir el tamaño ideal del Estado. Francia destina el 58% de su PIB al gasto público, Estados Unidos el 36%, y China —percibida como economía estatista— solo el 30%. La clave no es reducir el Estado en nombre de una “eficiencia” ficticia, sino fortalecerlo para que genere bienestar.

Como advirtió Keynes en 1926, el valor del gobierno no está en replicar lo que hacen los individuos, sino en asumir lo que nadie más puede o quiere hacer. En el Panamá actual —asolado por desempleo, desigualdad e incertidumbre—, esta idea no sólo sigue vigente, sino que es urgente. Si hay que recortar, que empiezan por las costosas consultoras privadas, no por los turnos extraordinarios de los trabajadores de salud o los salarios de los educadores, verdaderos mártires de una crisis fabricada por intereses ideológicos de la economía financiera.

La austeridad no es una solución técnica, sino un dogma que beneficia a las corporaciones financieras mientras sacrifica el bienestar colectivo y la economía real. Panamá debe rechazar este falso dilema y reivindicar un Estado capaz de garantizar una democracia participativa, no de someterse a los dictámenes autoritarios del mercado del paso firme.

El autor es médico sub especialista.


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