Cada cierto tiempo, la noticia vuelve a ocupar titulares: en Panamá hacen falta médicos especialistas. La lista de carencias es larga y dolorosamente conocida. Anestesiólogos y cardiólogos encabezan la urgencia, pero el déficit también se extiende a pediatras, intensivistas, oncólogos y otras áreas críticas. Detrás de cada estadística hay un niño que espera una cirugía, un adulto que pospone un procedimiento, una familia angustiada porque no encuentra atención a tiempo.Y, sin embargo, quizás este problema tan evidente también pueda convertirse en una oportunidad para replantearnos el modelo de salud que queremos.
El debate suele centrarse en la cantidad de médicos formados o en la apertura de nuevas plazas de residencia. Ambas medidas son necesarias, pero insuficientes si no atendemos la raíz: un sistema sanitario que invierte mucho más en curar que en prevenir. Mientras sigamos llegando tarde a las enfermedades, siempre necesitaremos más especialistas para tratar complicaciones que podrían haberse evitado.
Imaginemos un escenario distinto: un sistema que destina más recursos a fortalecer la atención primaria, a consolidar la medicina familiar y a empoderar a los médicos generales con competencias sólidas en prevención. Un sistema que reconoce que vacunar, educar, diagnosticar precozmente y acompañar estilos de vida saludables salva tantas vidas —o más— que una cirugía compleja.No se trata de restar importancia al especialista, sino de entender que, si invertimos más en prevención, necesitaremos menos recursos extraordinarios para curar lo que nunca debió avanzar tanto.
Por supuesto, este cambio de enfoque no resuelve el déficit actual. La escasez es real y afecta ya a miles de pacientes. Aquí surge un segundo tema que, como sociedad, debemos animarnos a discutir sin prejuicios: la posibilidad de permitir que médicos extranjeros trabajen en el país. No como una medida improvisada, sino dentro de un marco claro, con requisitos de validación académica, certificación profesional y un compromiso explícito de cubrir plazas en provincias donde la carencia es más crítica.Panamá no está solo en este dilema: muchos países han recurrido a este tipo de políticas para aliviar sus sistemas, equilibrando la calidad de la atención con la necesidad urgente de cubrir vacíos. Negarnos siquiera a considerarlo puede ser una forma de perpetuar el sufrimiento de quienes esperan atención.
El tercer punto, igualmente crucial, es la formación de nuestros propios especialistas. Ser residente en Panamá —como en casi todo el mundo— implica jornadas agotadoras, guardias encadenadas sin descanso, maltrato psicológico que se normaliza como “parte del aprendizaje” y una exigencia que conduce al burnout en etapas muy tempranas de la vida profesional. No es de extrañar que muchos médicos jóvenes prefieran quedarse en la práctica general con turnos extras, en lugar de someterse a un proceso que, aunque prestigioso, suele ser inhumano.Si queremos más especialistas, debemos empezar por cuidar a quienes se están formando. Eso significa repensar horarios, promover entornos de respeto, acompañar la salud mental de los residentes y reconocer que un médico agotado no solo rinde menos, sino que también se expone a cometer errores que afectan vidas.
Quizás el camino no sea sencillo ni rápido, pero vale la pena recordarnos lo esencial: la salud de una población no se sostiene únicamente con hospitales nuevos o quirófanos llenos de expertos, sino con comunidades que enferman menos. La falta de especialistas es un síntoma visible de un sistema que necesita más equilibrio entre la prevención y la cura, más apertura para sumar talento humano y más humanidad en la formación de sus futuros líderes.
La pregunta, entonces, no es solo cómo formamos más médicos especialistas, sino cómo construimos un modelo de salud que los necesite menos, que los distribuya mejor y que los valore sin quebrar a quienes aspiran a convertirse en ellos. En esa reflexión se juega gran parte del futuro de nuestra salud pública.
La autora es pediatra.
