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La familia rota: adultos que fallan y una niñez que paga el precio

La familia actual atraviesa una crisis profunda, pero no silenciosa. Se refleja en tribunales, aulas y consultorios psicológicos, y sobre todo en la vida de miles de niños que crecen sin comprender por qué los adultos, incluso sus propios padres, que juraron cuidarlos, decidieron fallarles. No se trata solo de separaciones; se trata del quiebre de la responsabilidad asumida, del abandono emocional y de la incapacidad de anteponer el bienestar infantil al conflicto adulto.

Hoy se habla de la tolerancia como un valor indispensable para la convivencia social. Se invoca en discursos y campañas que rara vez se practican. En la vida cotidiana, la tolerancia ha sido expulsada del hogar, de las relaciones y de la responsabilidad parental. En su lugar, se ha instalado el egoísmo, la indiferencia y una forma de maldad que, aun cuando no siempre sea consciente, resulta profundamente destructiva.

Se organizan grandes bodas, se llenan salones y se exhiben fotografías perfectas que alimentan la vanidad social. Todo parece sólido y admirable. Pero la responsabilidad real casi nunca está invitada. Nadie brinda por la paciencia, por el compromiso diario ni por la madurez emocional necesaria para criar a un hijo cuando el amor deja de ser fácil. No posa para las fotos ni baila en la fiesta, pero es la única que debería quedarse cuando se apagan las luces y comienzan las verdaderas obligaciones.

Traer un hijo al mundo no es un acto impulsivo ni un símbolo social. No es un recurso para llenar vacíos emocionales ni sostener relaciones frágiles. Es la llegada de un ser humano que merece respeto, cuidado constante, educación, salud física y, de manera fundamental, salud mental y emocional. La prioridad absoluta siempre debe ser la responsabilidad de los padres, porque un hijo merece cuidado, protección y acompañamiento constantes, sin que intereses ajenos interfieran. Traer un hijo al mundo, sea por decisión propia o por accidente, implica una responsabilidad total. Cada niño merece protección emocional; nada justifica la irresponsabilidad. Los hijos pagan las consecuencias de decisiones que los adultos asumieron sin medir el impacto de sus actos. Y muchas veces, los abuelos también sufren estas decisiones, viéndose obligados a asumir responsabilidades que no les corresponden.

Tener otra pareja nunca justifica abandonar a los hijos propios. Los niños no son accesorios ni pueden ser relegados a segundo plano por los deseos o intereses de los adultos. Cada hijo merece atención, cuidado y afecto permanentes; ninguna relación posterior elimina la obligación de ser un padre o madre presente y responsable.

Cuando una relación se quiebra, no se rompe únicamente la pareja. Se desarma el hogar, se vulnera la seguridad emocional y se expone a los hijos a conflictos que jamás debieron presenciar. En demasiados casos, los niños sufren maltrato físico: golpes, empujones o humillaciones que dejan cicatrices visibles e invisibles. Pero también sufren maltrato psicológico, cuando los padres hieren a la otra parte mediante mentiras, manipulación o desprecio, sin medir que el daño más profundo recae en los hijos. Cada agresión, física o psicológica, refleja la gravedad de la falla de los adultos que juraron protegerlos y marca para siempre la seguridad, confianza y desarrollo de los menores. En demasiadas situaciones, los niños se convierten en trofeos de guerra: no se lucha por ellos desde el amor, sino desde el control, el orgullo o la conveniencia legal. A ello se suma una realidad aún más dolorosa: en no pocas ocasiones, los procesos judiciales se transforman en un negocio para quienes acusan o representan, mientras la infancia queda atrapada y vulnerada entre intereses ajenos a su bienestar.

En medio de este escenario también hay otro sufrimiento del que poco se habla: el de las autoridades que deben intervenir. Jueces, defensores, trabajadores sociales, psicólogos y funcionarios cargan con decisiones durísimas, conscientes de que cada resolución marcará la vida de un menor. Son seres humanos, no figuras infalibles, llamados a decidir bajo enorme presión, muchas veces con información incompleta, entre relatos enfrentados, pruebas contradictorias y emociones desbordadas. Aun con la convicción de buscar lo mejor para los niños, no siempre se logra tomar la mejor decisión, y esa carga ética y humana es inmensa.

Muchos intentan compensar la ausencia de los padres con regalos, juguetes y complacencias. Pero la complacencia no es refugio. Ningún objeto sustituye la relación constante, el abrazo diario, el “te amo” sincero ni la certeza de escuchar: siempre voy a estar para ti. La infancia no se sostiene con cosas; se sostiene con vínculos.

No todas las historias siguen este camino. Existen parejas que, pese a su separación, deciden comunicarse, conversar sobre sus hijos, compartir actividades y priorizar sus necesidades emocionales. Incluso quienes tomaron decisiones difíciles, con buena intención y sin dañar al menor, deben reflexionar continuamente sobre cómo sostener vínculos, diálogo y cuidado. Son ejemplo de que, aun cuando el amor de pareja no sobrevivió, la responsabilidad parental sí puede y debe sostenerse.

La Navidad, tiempo de unión, compartir y generosidad, debería recordarnos con más fuerza que proteger a la niñez no es un discurso ni un ideal abstracto. Entre luces, regalos y celebraciones, no podemos olvidar que cada niño merece cuidado, afecto y acompañamiento constante. Traer un hijo al mundo significa asumir un compromiso de por vida: cuidar, acompañar, educar y sostener emocionalmente. Cada decisión deja una huella imborrable. El destino de una generación entera descansa en la capacidad de los adultos responsables: en los padres, tutores, autoridades y en toda la sociedad que asume la obligación de velar por el bienestar de los niños.

La autora es educadora.


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