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La fiesta de las letras

La fiesta de las letras
Por primera vez, la Feria Internacional del Libro de Panamá tendrá una semana completa de duración. LP Elysée Fernández

El pasado fin de semana concluyó la cita más luminosa del calendario cultural panameño: la Feria Internacional del Libro 2025. Durante casi una semana, el país entero tuvo su juguetería de papel y tinta, un lugar donde los amantes de la lectura entramos con el mismo brillo en los ojos con que un niño se pierde entre vitrinas de juguetes. No se trató solo de hojear novedades editoriales, sino de un reencuentro entre espíritus afines, de esas conversaciones que se encienden alrededor de un libro como brasas que nunca se apagan.

El esfuerzo de la Cámara Panameña del Libro y de su principal aliado estratégico, el Ministerio de Cultura, merece subrayarse con tinta de gratitud. Apostar por un evento así, en un país donde buena parte de la población no mira de frente a los libros, es casi un acto de fe. Sin embargo, la afluencia constante de público en el Centro de Convenciones Atlapa mostró que la nave, que alguna vez parecía encallada en aguas indiferentes, hoy comienza a girar hacia un puerto más prometedor.

La feria, como todo rito, tiene sus protagonistas. Autores internacionales, atraídos por el calor de nuestra cultura, empiezan a ver en Panamá una plaza de interés para presentar sus obras. Y los nuestros, los panameños, no se quedaron atrás: este año irrumpieron con fuerza nuevos escritores que, apoyados en la visibilidad de las redes sociales, se convirtieron en una suerte de estrellas de rock literarias. Bien por ellos. Los conversatorios, las presentaciones de libros y los encuentros académicos estuvieron a la altura de un evento que ya no puede considerarse menor.

Pero ahora viene el verdadero reto: que la llama encendida no se extinga con el apagón de las luces del recinto. Mantener viva esa pasión lectora implica multiplicar la feria en la cotidianidad: levantar pequeñas campañas de lectura en plazas y parques, organizar mercaditos del libro con precios de feria, llevar puestos itinerantes a las escuelas como semillas de futuro. Convencernos de que “Panamá sí lee” no es un eslogan vacío, sino una misión cultural que nos corresponde sostener.

Que la fiesta de las letras no sea un carnaval de una semana, sino un calendario de todo el año. Que el eco de lo vivido en Atlapa siga resonando en cada página abierta, en cada conversación sobre un poema, en cada niño que descubre, entre líneas, que el mundo puede ser suyo.

La feria también dejó ver las tensiones de nuestro tiempo. Por un lado, una juventud acostumbrada a la inmediatez de las pantallas que de pronto se encontraba atrapada en la lentitud seductora de un buen libro. Por otro, una generación mayor que acudió como quien regresa a la plaza de su infancia, buscando reencontrarse con los autores que marcaron sus días de estudiante. Entre ambos mundos se tejió un puente: la palabra como territorio común, la literatura como idioma universal capaz de reconciliar generaciones.

Es en ese cruce donde está la semilla del futuro. La feria nos recordó que no estamos ante un pasatiempo elitista, sino frente a un derecho cultural: leer es tan vital como respirar aire limpio o beber agua clara. En las páginas se aprende a pensar críticamente, a discutir con respeto, a soñar sin miedo. Un país que lee se vacuna contra la intolerancia y el fanatismo; un país que no lee se condena a repetir errores y a obedecer sin preguntar.

Panamá debe comprender que una feria del libro no es un lujo cultural, sino un indicador de desarrollo. En los países donde la lectura florece, también florecen la innovación, la convivencia pacífica y la participación ciudadana. No se trata de ver la lectura como un adorno, sino como la columna vertebral de un proyecto de nación.

Por eso, no basta con aplaudir la feria una vez al año. Se requiere una política de Estado que fomente bibliotecas públicas modernas, clubes de lectura barriales, ferias itinerantes en provincias y comarcas, incentivos para editoriales independientes y programas sostenidos de lectura escolar que vayan más allá de exámenes de comprensión.

Es inaudito —por no decir vergonzoso— que el distrito de San Miguelito, con más de 400 mil habitantes, cuente con una sola biblioteca pública. Una biblioteca que, en vez de ser un faro de oportunidades, apenas sobrevive como testimonio de lo que pudo haber sido. Resulta incomprensible que las autoridades locales, que deberían ser las primeras en defender el acceso a la cultura, volteen la mirada frente a esta carencia que limita a miles de jóvenes y niños. El libro no puede seguir siendo un privilegio de unos pocos; debe ser una herramienta accesible para todos.

La feria demostró que hay hambre de libros. La pregunta es si tendremos la voluntad de saciarla o la dejaremos languidecer hasta el próximo agosto.

Al salir del recinto, muchos llevaban bolsas repletas de libros. Otros se marchaban con un solo ejemplar, pero con la certeza de haber encontrado un compañero para noches de insomnio o tardes de lluvia. Esa es la verdadera victoria de la feria: recordarnos que, en medio del ruido de un mundo que corre, aún existen páginas que nos esperan en silencio.

Las letras, cuando se celebran, se vuelven fiesta. Y como toda fiesta que vale la pena, dejan un eco: una melodía que persiste, una emoción que no se borra. Que ese eco no se quede encerrado en Atlapa, sino que recorra las calles, los salones de clase y los hogares panameños. Solo así podremos decir, con orgullo, que Panamá sí lee.

El autor es cronista y gestor cultural.


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