Durante siglos, la geopolítica ha sido un territorio dominado por lenguajes de fuerza, cartografías de dominio y decisiones tomadas desde centros de poder que rara vez escuchan el latido real de los pueblos. Se ha hablado de rutas, de tratados, de zonas estratégicas, de amenazas, de soberanías y recursos como si la tierra fuera una superficie muda, sin memoria ni cuerpo. Esta forma de pensar el mundo ha sido eficaz para conquistar, trazar fronteras, imponer hegemonías. Pero ha sido ciega para comprender la vida que habita en los territorios y la complejidad de los vínculos que los sostienen.
Hoy, en pleno siglo XXI, ese modelo muestra señales de agotamiento. Lo que está en crisis no es solo el orden mundial, sino también la manera en que lo imaginamos. Por eso, es urgente abrir espacio no solo a una nueva voz, sino a una nueva presencia: el desafío femenino, no como añadidura, sino como corazón de una transformación. No es una tarea que empieza ahora: hay mujeres que ya han puesto el cuerpo en esta historia, que han encarnado formas distintas de liderazgo, pensamiento y cuidado. El reto está en no replicar el patrón dominante, sino en profundizar y expandir otra forma de hacer mundo.
La guerra ha vuelto a instalarse como horizonte posible en múltiples regiones del planeta, mientras miles de migrantes cruzan fronteras en condiciones inhumanas, empujados por conflictos, pobreza y colapso ecológico. Las decisiones que afectan a millones siguen tomándose en salas cerradas, en cumbres distantes, por actores que no pisan los territorios que regulan. En América Latina, y en particular en Panamá, asistimos a una intensificación de estas tensiones. La región es disputada por intereses económicos, militares, energéticos y digitales que rara vez consultan a las poblaciones que la habitan. Y, sin embargo, debajo de esa superficie, emergen otras formas de ver y vivir el mundo: desde las mujeres, desde los movimientos que colocan la vida, la tierra, la dignidad y el cuidado humano en el centro del derecho y del diálogo.
Ya no basta con denunciar el modelo agotado. Hay que crear uno nuevo. Y no se trata solo de corregir el rumbo, sino de cambiar la brújula: abandonar la lógica del control vertical para habitar una lógica del vínculo, del cuidado, del reconocimiento mutuo. Sustituir la arquitectura de la imposición por una arquitectura relacional, capaz de sostener diferencias sin anularlas. El desafío femenino no es solo discursivo: es ético, es político y es vital.
Pensar una nueva geopolítica no consiste en añadir mujeres a los mismos esquemas de poder ni en suavizar los conflictos con palabras decorativas. Es cambiar el eje. Es dejar de ver la tierra como botín para comenzar a verla como cuerpo vivo, como entramado de relaciones. Es pasar del control al cuidado, del dominio al diálogo. Es entender que el verdadero poder no reside en la imposición, sino en la capacidad de sostener la vida, de reparar lo herido, de tejer alianzas verdaderas. Y también de defender, cuando es necesario, sin convertir la defensa en venganza ni la protección en supremacía. Esta mirada no es ingenua. No propone una política débil, sino una más compleja y valiente: una que asuma que la historia humana no puede escribirse sin escuchar lo que la tierra —y los cuerpos— han gritado durante siglos.
¿Qué significa, entonces, ese lenguaje femenino en la geopolítica? Significa diálogo en lugar de imposición; escucha en lugar de mandato. Significa respeto por la vida, por los cuerpos vulnerables, por las culturas no hegemónicas. Significa actuar con una ética del cuidado: no para evitar el conflicto, sino para no volverlo destructivo. Es una manera de ejercer el poder sin borrado, sin humillación, sin colonización del otro. Es sostener el tejido de lo humano sin pretender dominarlo. Es encarnar el pensamiento. No solo hablar de paz: poner el cuerpo para sostenerla. No solo formular ideas: vivirlas con nervio, con sangre, con ternura activa.
¿Cómo se construye esta geopolítica encarnada? En primer lugar, se necesita un cambio de lenguaje. Las palabras que usamos crean mundo. Hablar de territorios desde la lógica del cuidado, de la reciprocidad, del arraigo no es un gesto poético: es una apuesta política. En segundo lugar, hay que transformar las formas de toma de decisiones: incluir verdaderamente a las comunidades, a las mujeres, a los jóvenes, a quienes han sido históricamente silenciados en los espacios donde se define el destino de un país o de una región. No como una concesión, sino como una condición de legitimidad. En tercer lugar, se requiere repensar la educación política y simbólica: enseñar a leer el mundo no solo desde mapas de poder, sino desde mapas de sentido, de afecto, de memoria.
Panamá puede ser un lugar clave para ese giro. Por su posición geográfica, por su historia de luchas, por su diversidad cultural, pero sobre todo porque en su territorio confluyen los dolores del viejo orden y las semillas de otro posible. El país ha sido canal, pero también canalizado. Ha sido puente, pero también frontera. Hoy tiene la oportunidad de volverse otra cosa: un espacio de mediación consciente, de propuesta ética, de pensamiento relacional. Para eso, necesita abrir espacio a las voces y los cuerpos que han sido negados. Y entre ellos, la fuerza femenina —que ya está en acción, pero aún debe expandirse— tiene un papel esencial.
El desafío femenino del siglo XXI no es solo conquistar espacios políticos, sino transformar las reglas del juego. No basta con estar en la mesa si la mesa sigue sirviendo los mismos platos envenenados. Hay que cambiar la conversación. Hay que nombrar otras cosas, otras urgencias, otros modos de estar en el mundo. La defensa del agua, de las semillas, de los tejidos comunitarios, del cuerpo como territorio no son temas menores: son el núcleo de la nueva política que el mundo necesita. Y esa política no será posible sin una geopolítica que escuche, que abrace, que cuide, que sepa decir no, pero también sepa decir nosotros.
En un mundo donde las viejas potencias se resquebrajan, donde los tratados se redactan como contratos de poder y no como pactos de humanidad, donde las migraciones aumentan y los ecosistemas colapsan, es urgente detenerse y preguntarse: ¿qué tipo de mundo queremos sostener? ¿Qué voces y qué cuerpos estamos dejando fuera cuando pensamos en las grandes decisiones? ¿Quién cuida lo que sostiene la vida?
El mundo necesita algo más que otro discurso: necesita otra estructura del alma. Una donde lo masculino y lo femenino no se enfrenten, sino se encuentren. Donde la verticalidad de la estrategia se abrace con la circularidad del cuidado. Donde la razón se enlace con el sentir. Donde el poder no se mida por su capacidad de imponer, sino por su arte de preservar lo vivo.
Esa posibilidad existe. Late en las mujeres que siembran, que escriben, que resisten. En los hombres que están dispuestos a repensarse y unirse al vuelo. Late en los movimientos que no se resignan. Vive en cada territorio que no quiere ser cifra ni trofeo. Solo necesita que le demos lugar. Y cuerpo.
La autora es psicóloga y educadora.

