En distintas ciudades del mundo se han vuelto habituales escenas que hace una década parecían excepcionales: amenazas a mercados navideños, ataques contra celebraciones religiosas, agresiones a civiles, hostigamiento organizado. Cambian los países, cambian los calendarios y cambian los pretextos, pero el efecto es el mismo: miedo administrado como rutina. La explicación de “hechos aislados” ya no alcanza. Cuando los símbolos, las consignas y los objetivos se repiten con disciplina, lo que hay es un método que viaja.
“Globalizar la intifada” no es una frase inocente ni un recurso retórico para redes sociales. Es la formulación explícita de una mutación: una violencia que deja de estar atada a un territorio y se convierte en lógica expansiva. Se alimenta de agravios reales y ficticios, de discursos religiosos radicalizados y de una narrativa que convierte al otro en enemigo permanente. En ese tránsito, la causa original se degrada y queda una pulsión de confrontación que ya no distingue fronteras ni contextos.
Durante décadas se sostuvo que el conflicto palestino era, ante todo, una disputa territorial. Sin negar su densidad histórica, la exportación contemporánea del hostigamiento contra comunidades judías en países sin vínculo directo con Medio Oriente sugiere algo distinto: el blanco dejó de ser una política específica y pasó a ser una identidad. Ya no se protesta contra un gobierno concreto; se señala a personas por lo que son. Y cuando la identidad se vuelve culpable, la deliberación democrática se rompe, porque no hay argumento que compita con el prejuicio elevado a mandato moral.
Además, el radio del ataque es más amplio. Iglesias vandalizadas, celebraciones cristianas amenazadas y comunidades religiosas intimidadas en África indican que el objetivo no es solo un grupo, sino la idea misma de pluralidad. No es una guerra convencional ni un choque de Estados: es presión constante sobre sociedades abiertas que dudan en defender sus límites. En nombre de la tolerancia, se tolera la intimidación. En nombre de la diversidad, se normaliza el miedo.
La respuesta de muchas democracias ha sido una mezcla de negación y gestos simbólicos. Se insiste en que todo es integración, pobreza o discurso de odio, como si el problema se resolviera con talleres de lenguaje incluyente o cambios de etiqueta. Claro que la exclusión social importa. Claro que generalizar contra millones de creyentes sería injusto y peligroso. Pero el temor a generalizar se convirtió en incapacidad para describir. Y esa incapacidad no protege a los moderados; los deja atrapados entre el silencio oficial y la coerción de los radicales.
En América Latina tendemos a mirarlo como un asunto ajeno, propio de capitales europeas o de conflictos lejanos. Panamá aprendió, a un costo alto, que esa tranquilidad es frágil. El atentado contra el vuelo 901 de Alas Chiricanas en 1994, atribuido por investigaciones a un suicida vinculado a Hezbollah, mostró que el extremismo no pide permiso ni respeta neutralidades. Las redes ideológicas y financieras no viajan con pasaporte diplomático: viajan con grietas institucionales, con impunidad y con cobardía política.
Hay otro dato incómodo: la brutalidad no siempre ahuyenta adeptos. En ciertos entornos recluta. Las atrocidades circulan, escandalizan, pero también seducen a quienes confunden crueldad con fuerza. No todos pasarán al acto, pero basta una minoría dispuesta a intimidar para alterar la vida cívica de ciudades enteras. Y cuando los gobiernos responden con eufemismos o con una corrección política que confunde prudencia con ceguera, el mensaje es simple: no hay consecuencias.
Reconocer el patrón no equivale a demonizar a millones de personas. Equivale a distinguir entre fe y fanatismo, entre crítica política y persecución identitaria, entre protesta y licencia para agredir. La pregunta ya no es si la violencia seguirá apareciendo en titulares lejanos. La pregunta es si las democracias, incluida la panameña, están dispuestas a llamar a las cosas por su nombre y a defender sin complejos el espacio cívico que las sostiene.
Fingir que no vemos el patrón es la manera más segura de repetirlo. Y repetirlo, en este caso, significa acostumbrarnos a vivir con miedo como norma, y si es el miedo dicta el vocabulario, la democracia ya empezó a retroceder.
El autor es médico sub especialista.

