La reciente decisión de la Asamblea Nacional de eliminar el examen de barra como requisito obligatorio para ejercer la abogacía es, sin rodeos, un retroceso que debilita la profesión jurídica. No se trata de un debate burocrático, sino de una cuestión de dignidad profesional. Un país serio no mejora bajando el listón, sino formando mejor a quienes aspiran a administrar justicia.
El examen de idoneidad no es una traba elitista; es un mecanismo de control de calidad pública. En casi todos los países con sistemas jurídicos sólidos —Estados Unidos, Brasil, Japón, Alemania— el examen es el filtro mínimo que garantiza que el abogado conozca el Derecho, lo comprenda y pueda aplicarlo con criterio y ética.
Cuando se elimina ese control, lo que se está diciendo, en el fondo, es que desconfiamos de nuestras propias universidades. Si los egresados salieran preparados, ningún rector ni legislador temería una evaluación nacional seria.
La solución no es abolir el examen, sino reformar la formación jurídica. Panamá necesita universidades que enseñen con rigor y profesores que exijan pensar, no memorizar. Pero además, el estudiante debe enfrentarse a la realidad antes de recibir su idoneidad.Propongo, por tanto, que antes de rendir el examen, todo aspirante cumpla un período obligatorio de pasantías en despachos profesionales, tribunales y ministerios. Solo el contacto con la práctica enseña el respeto por el expediente, la puntualidad procesal y la responsabilidad ética.
Durante esa etapa, el egresado podría ejercer provisionalmente como un solicitor —un abogado asistente o de gestión, que asesora y prepara casos bajo supervisión—, sin actuar directamente ante los tribunales. Superado ese proceso y aprobado el examen, obtendría la condición de barrister, el abogado litigante, con plena capacidad para representar a los ciudadanos ante la justicia.
Este modelo, probado en los sistemas anglosajones, no debilita el acceso a la profesión: lo dignifica.
La idoneidad no debe ser un trámite, sino una conquista personal y profesional. Si queremos rescatar el prestigio de la abogacía panameña, debemos volver a creer en la excelencia, no en la complacencia.
El ciudadano merece abogados formados, no improvisados; instituciones confiables, no complacientes. Porque sin abogados competentes, no hay justicia posible. Y sin justicia, no hay República que resista.
La consecuencia de esta laxitud académica no se queda en las universidades. Muchos de esos egresados, sin la debida formación, terminan ocupando cargos en los tribunales y oficinas públicas. Allí se revela la confusión jurídica que arrastran: resoluciones mal fundamentadas, actos administrativos plagados de errores y sentencias que contradicen principios elementales del Derecho.
No es culpa del estudiante —que hizo lo que el sistema le permitió—, sino de un modelo educativo y estatal que confunde benevolencia con justicia.
Cuando la mediocridad se institucionaliza, el ciudadano paga el precio en cada expediente mal resuelto.
El autor es exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.