En el segundo año de su reinado, Nabucodonosor II soñó con una estatua cuya cabeza era de oro, su pecho y brazos de plata, el vientre y muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de barro (Daniel, capítulo 2). Aquella imagen, que en la tradición bíblica simbolizaba un poder brillante pero frágil en su base, es hoy la metáfora más precisa de la economía panameña: una macroeconomía que presume solidez, mientras su microeconomía, esa que alimenta a medianas y pequeñas empresas, arroceros, pescadores, lecheros, legumbreros, vendedores informales entre otros se hunde peligrosamente.
El presupuesto de 2026 revela la ruta autocrática: una administración obsesionada con cumplir parámetros macroeconómicos que tranquilicen a los mercados internacionales, pero que sacrifica la producción interna, la circulación de bienes y servicios, y la generación de empleo. Se repite el mismo libreto de las empresas consultoras de gestión: favorecer a la economía financiarizada y la banca bursátil, inversiones de portafolio, intermediación bursátil, en detrimento de la economía real, la que paga salarios y sostiene el consumo.
El paso firme celebra un PIB del 2.9% en 2024, un control moderado de la inflación y el acceso a mercados como Mercosur, la Unión Europea y la OCDE (países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). Pero esas estadísticas, que lucen impecables ante organismos internacionales, son inútiles si no se traducen en bienestar para el panameño. La verdadera locomotora del país está en las pequeñas y medianas empresas, que generan más del 50% del empleo formal, en los restaurantes y bares que dinamizan barrios enteros, y en los agricultores que mantienen abastecidas las mesas panameñas. Ninguno de ellos vive de la especulación financiera.
El espejismo se desvanece cuando miramos la tasa de pobreza (esa que se mantiene entre 15% y 16% tras la pandemia), el crecimiento de la informalidad y las condiciones laborales precarias. La “disciplina fiscal” se impone sin mirar el rostro de quienes quedan fuera del circuito de beneficios. En la lógica del “Ídolo del mercado y del déficit fiscal”, los indicadores financieros son la meta, aunque para lograrlos se pisotee el valor más básico de la economía: mejorar la vida de las personas.
La teoría económica es clara: un país con alta desigualdad (Panamá ostenta un coeficiente de Gini de 48,9 en 2023) no puede sostener un crecimiento sano. La burbuja inmobiliaria que durante años maquilló la baja productividad y el endeudamiento masivo ya se desinfló. Hoy, con menos dinamismo y más presión fiscal, queda expuesta una estructura microeconómica débil, incapaz de resistir los choques del paso firme.
El presupuesto 2026 añade sal a la herida con recortes en áreas estratégicas como salud y educación. Reducir pagos de horas extras al personal de salud podrá mejorar las cuentas fiscales en papel, pero ignora el impacto multiplicador de esos ingresos en el consumo local. Cada turno extra eliminado significa menos gasto en mercados, tiendas, transporte y ocio, afectando a cientos de negocios que dependen de esa circulación de efectivo.
La macroeconomía panameña brilla como cabeza de oro ante el FMI y las calificadoras de riesgo, pero sus pies de barro: «la microeconomía», se hunden en la realidad de las calles junto a la autocracia del paso firme. El riesgo es claro: sin fortalecer la base, la estatua entera se derrumbará a mediano plazo.
Turnos extras del personal de salud
El recorte a los turnos extras del personal de salud no es un simple ajuste contable: es un golpe directo al consumo interno. Panamá no ha actualizado los salarios del sector en más de una década, mientras la inflación erosiona aceleradamente el poder adquisitivo. Al quitarles ingresos adicionales para lograr adquirir un salario acorde a la inflación panameña, el gobierno contrae la demanda agregada y daña el ecosistema de negocios locales que depende de ella. Este es un caso clásico del efecto multiplicador keynesiano en reversa.
La teoría económica nos advierte que, en sociedades con alto desempleo y subempleo, cada dólar recortado al consumo de los hogares de ingresos medios y bajos genera una caída más que proporcional en la producción total. Pequeños comercios, farmacias, supermercados y transporte informal sentirán el impacto primero; después, el golpe se propagará a proveedores y cadenas de distribución. Es la microeconomía colapsando en cámara lenta.
A ello se suma un problema estructural: la alta percepción de corrupción, que erosiona la confianza en el Estado y provoca fuga de capitales. Según la equivalencia ricardiana, si los ciudadanos creen que el gobierno es ineficiente o corrupto, reducen su consumo y ahorran por precaución, previendo impuestos futuros o crisis fiscales. El retraimiento del gasto agrava la desaceleración económica. En Panamá, esta percepción no solo refleja escándalos recurrentes (vinculados a las Línea del Metro o contrataciones hospitalarias directas opacas), sino también la impunidad sistémica que normaliza el clientelismo político. Según Transparencia Internacional, el país ha retrocedido en índices de integridad, alimentando desconfianza en inversionistas y ciudadanos. Las encuestas son determinantes: la percepción de corrupción es astronómica y, por ende, la plata se saca.
Mientras tanto, los únicos que ganarán con los recortes presupuestarios del paso firme serán los prestamistas informales (“gota a gota”) y los bancos comerciales, que capturan la necesidad de refinanciar deudas de familias y pequeños negocios asfixiados. Este círculo vicioso empuja a más panameños a la pobreza, al tiempo que debilita la cohesión social.
El argumento oficial de que “un PIB per cápita alto demuestra fortaleza” es una falacia estadística. El promedio no refleja que el 80% de la población sobrevive con ingresos insuficientes. Además, el país ya perdió el grado de inversión y paga intereses de deuda como si fueran bonos de alto riesgo (bonos buitre). Ajustar el presupuesto a costa de los que gastan y dinamizan la economía real es una receta segura para agravar la recesión.
La historia económica muestra que cuando la macroeconomía se divorcia de la microeconomía, el colapso es inevitable. La crisis asiática de 1997, la recesión europea tras la austeridad post-2008 y el caso argentino en 2018 son recordatorios de que los indicadores macro no salvan a un país si la economía doméstica se derrumba. Panamá y la administración del paso firme parecen dispuesta a aprender esa lección por las malas.
El presupuesto para 2026, que destina 2547 millones al gasto social, resultará insuficiente para compensar la pérdida de ingresos en miles de hogares. El verdadero reto no radica en equilibrar las cuentas para satisfacer a los inversionistas internacionales, sino en reactivar la economía cotidiana: aquella que late en las cadenas de frío de los productores, en los puestos de leche y banano de las ferias del IMA, en las rutas de transporte, en los comercios locales y en los servicios que sostienen a las comunidades.
Si no se corrige el rumbo, la estatua seguirá en pie solo en los informes del Banco Mundial, mientras sus pies de barro se deshacen bajo la lluvia de la realidad panameña y la falta de tren David Panamá y chen chen.
El autor es médico sub especialista.
