En tiempos de crisis, es común escuchar o leer opiniones que expresan rechazo o repudio hacia los derechos humanos, lo que refleja un profundo desconocimiento sobre su existencia y finalidad. Sin ellos, viviríamos en un estado de anarquía, sin mecanismos para regular las dinámicas sociales, lo que afectaría principalmente a los grupos históricamente más vulnerables o desfavorecidos.
Los derechos humanos constituyen un conjunto de principios y normas que los Estados, a través de sus gobiernos, están obligados a respetar y garantizar. Su propósito es asegurar que cada persona, a lo largo de su vida, cuente con una guía de deberes y responsabilidades que regulen su convivencia en sociedad.
Se adquieren desde el nacimiento, son irrenunciables, indivisibles e interdependientes. Evolucionan junto con el ser humano; de ahí que hoy existan derechos vinculados a las tecnologías de la información y comunicación (TIC), así como derechos ambientales.
Para ordenar y proteger estos derechos, los Estados han creado diversos instrumentos jurídicos de carácter universal. Uno de ellos es la Convención Americana sobre Derechos Humanos, reconocida como ley de la República de Panamá desde octubre de 1977. Este tratado —de cumplimiento obligatorio— recoge disposiciones como el derecho a la libertad personal, de pensamiento y expresión, de reunión, de asociación, entre otros.
La Constitución Política de la República de Panamá, en su artículo 4, establece la adopción del derecho internacional, lo que implica que todos los tratados, convenios, protocolos y demás instrumentos firmados por el país son vinculantes y deben cumplirse dentro del territorio nacional.
Por ello, las leyes panameñas deben reflejar el respeto y promoción de los derechos humanos en sus políticas públicas. Existen leyes orientadas a la protección de grupos históricamente discriminados o violentados, como las mujeres, los niños, niñas y adolescentes, los pueblos indígenas, las personas con discapacidad, los migrantes y la población sexo diversa, entre otros.
En el caso de los pueblos indígenas —cuyos modos de vida se basan en una cosmovisión que promueve el cuidado integral de la naturaleza— no es casual que en sus territorios colectivos se encuentren muchas de las áreas protegidas del país. Reconociendo este valor, los Estados han legislado para salvaguardar su cultura, sus tierras y el medio ambiente.
En Panamá, la Ley 37 de 2 de agosto de 2016 establece el derecho a la consulta y al consentimiento previo, libre e informado de los pueblos indígenas ante cualquier medida que afecte sus derechos colectivos (tierra, recursos, cultura). La norma exige que dichas consultas se realicen con respeto, oportunidad, buena fe, sin coacción ni condicionamientos, en apego a principios fundamentales de derechos humanos.
En este contexto, es imprescindible que toda decisión administrativa o legislativa que afecte a la población indígena —que en Panamá cuenta con siete comarcas legalmente constituidas— se consensúe con sus autoridades tradicionales, respetando su cosmovisión, cultura, tierras colectivas, territorios ancestrales y áreas anexas.
Recordemos que los principales guardianes del medio ambiente y de los recursos naturales son, en su mayoría, hombres y mujeres de los pueblos indígenas.
La autora es abogada.
