En la mente de muchos panameños hay una palabra que duele, que pesa, que enfurece: “Impunidad”. Durante décadas, ha sido el sello que ha marcado a buena parte de la clase política panameña. Escándalo tras escándalo, gobierno tras gobierno, nombres que se repiten, procesos que se diluyen, fiscales que desaparecen del radar, pruebas que se esfuman. El resultado es siempre el mismo: nadie paga, o si alguien paga, nunca es el verdadero responsable. La justicia, esa que debería proteger al ciudadano y castigar al corrupto, se queda mirando hacia otro lado.
Pero algo ha cambiado… Las últimas encuestas de opinión lo confirman con claridad: más allá del empleo, la salud, el agua o el costo de la vida, que siguen siendo temas urgentes, lo que más le preocupa hoy al ciudadano es la impunidad. Es el deseo creciente de que, por fin, el ciclo se rompa. Que el que robó, devuelva y pague por eso; que el que abusó de su poder enfrente las consecuencias; que las cárceles dejen de llenarse de ladrones de iguanas, mientras los saqueadores del Estado brindan con champán en sus mansiones de playa o fincas en el interior del país.
El presidente José Raúl Mulino ha traído consigo una expectativa renovada. No solo por su promesa de gobernar con firmeza y sentido de Estado, sino porque ha demostrado, desde sus primeras acciones, que no piensa ser cómplice del pasado. Con su forma peculiar de decir las cosas, ha iniciado una depuración institucional, ha marcado distancia de viejos pactos de silencio y ha dado luz verde a órganos clave para que hagan su trabajo sin presiones ni ataduras políticas.
La Contraloría General de la República, bajo el liderazgo del contralor Anel Flores, ha reactivado auditorías congeladas, ha desenterrado expedientes que dormían el sueño de los justos y ha comenzado a entregar informes sólidos, con nombres, cifras y responsabilidades claras. No se trata solo de revisar papeles: se trata de reconstruir la confianza en una institución que debe velar por el uso correcto de cada centavo público… y lo está haciendo.
El Ministerio Público, por su parte, ha recibido estos informes y, en muchos casos, los ha transformado en investigaciones formales. Hay nuevos fiscales, hay voluntad de actuar, pero la ciudadanía exige más. No basta con detener a funcionarios de mediano rango o a proveedores fantasmas. Lo que se reclama con fuerza, con hartazgo y con claridad es que se llegue hasta los verdaderos responsables: los peces gordos. Esos que durante años ocuparon las sillas más altas del poder y convirtieron al Estado en una caja registradora para sus negocios personales.
Los panameños no han olvidado los contratos con sobrecostos, los equilibrios contractuales, las licitaciones hechas a la medida, las botellas en la Asamblea, los auxilios económicos a quienes no lo merecían. Tampoco han olvidado los nombres: expresidentes, exvicepresidentes, exministros que hoy se pasean tranquilamente por todo el país o, peor aún, se presentan como víctimas, cuando en realidad acumulan fortunas que no se pueden explicar.
La impunidad no es solo un problema legal, es un problema político. Es una señal de debilidad del Estado frente a los corruptos. Y es, sobre todo, una fuente de desesperanza para el ciudadano común. Por eso, si este gobierno quiere dejar una huella histórica, tiene que ser el que rompa la cadena.
Nadie espera que el presidente persiga con motivaciones personales, porque él ya vivió esto. Lo que se espera es que no frene, no encubra ni negocie lo que debe ser justicia. Que permita que los órganos fiscalizadores, auditores y judiciales hagan su trabajo con independencia. Que proteja a los funcionarios valientes y exponga a los cómplices del pasado. Y que, si llegan los ataques —porque llegarán—, los enfrente con firmeza, sabiendo que tiene a la mayoría del país de su lado.
La lucha contra la impunidad es, además, una inversión en gobernabilidad. Cuando la gente ve que las instituciones funcionan, que nadie está por encima de la ley, que el dinero robado regresa y los culpables son sancionados, crece la confianza, disminuye la protesta, mejora la convivencia y se fortalece la democracia. Esta es una oportunidad histórica que no puede perderse.
En este primer año, se han dado señales importantes. Pero la ciudadanía, con razón, no se conforma con gestos: quiere resultados. Quiere ver a los verdaderos responsables en el banquillo, enfrentando a la justicia como cualquier ciudadano, sin fueros ni privilegios.
Este gobierno tiene en sus manos la posibilidad de cambiar la narrativa. De dejar atrás la era del “no pasa nada” y abrir paso a una etapa donde robar al Estado sea un delito que sí se paga. Donde el poder no sea un escudo, sino una responsabilidad. Panamá ya no quiere excusas. Quiere justicia. Y la quiere ya.
El autor es consultor de Comunicación Estratégica y Política.
