Mucho se habla a nivel global de la amenaza de la desinformación para las democracias modernas y la estabilidad de la sociedad; la era de la “posverdad”, le dicen, porque los ciudadanos ya no creen en los medios de comunicación tradicionales o en figuras de autoridad y trayectoria, sino confían más en el mensaje de WhatsApp de un desconocido, un video de Tik Tok de un influencer, el artículo publicado en un blog personal o un tuit sin datos verificados.
En una conferencia realizada en 2019 por la American Bar Association, un oficial de inteligencia estadounidense experto en el tema anotó que las fuentes de desinformación se pueden dividir en tres grandes grupos: primero, los trolls, personas que desinforman por entretenimiento o temas ideológicos y políticos (en Panamá, también los conocemos como call centers); los especuladores, personas que desinforman para ganar dinero con cada clic que reciben en sus páginas web, y las banderas extranjeras, grupos financiados y organizados por Estados que buscan desestabilizar elecciones o regímenes.
Sin embargo, hay otro grupo de personas que, en mi opinión, especialmente en países y sociedades pequeñas como la nuestra, pueden ser igual de dañinos: los ciudadanos, es decir usted y yo que podemos desinforman sin intención y sin medir las consecuencias de nuestro comentario en una red social. A veces se hace por inocencia o ignorancia y otras para figurar o sentirse bien de ganar likes. En inglés, esto se ha llamado “misinformation” en vez de “disinformation”, porque se hace por error (mistake).
Pongamos un ejemplo de baja repercusión: una persona recibe un mensaje de voz por WhatsApp promoviendo una cura milagrosa para un problema de salud. La persona lo reenvía a sus amigos y familiares y estos hacen lo mismo. Unas semanas después, varias personas quedan en el médico con problemas gastrointestinales por tomar esa supuesta cura. ¿Quién es el culpable de esta situación? No es culpable solo el que grabó un mensaje; es culpable el que lo compartió a su familia y amigos, muchas veces con el disclaimer “no sé si es verdad, pero te lo comparto”. Todos son culpables porque son parte del problema.
Es hora de reflexionar sobre nuestro comportamiento en internet. He visto personas serias, de reputación intachable, de gran conocimiento, caer en el gravísimo error de acusar, desinformar, promover información no verificada y dar opiniones de temas que no conocen. Por semana salen “seudo especialistas” de todos los temas, solo con el afán de ser parte de la conversación, pero sin medir las repercusiones de sus mensajes ante miles que lo leen y creen en ellos.
Las redes sociales, los fake news y la manipulación digital son fenómenos que nos agarraron por sorpresa y que todavía estamos procesando y aprendiendo a manejar; pero ya es tiempo que entendamos que cada tuit, comentario y “cadena de WhatsApp” puede tener repercusiones reales y serias para nuestra sociedad. Somos el primer círculo de seguridad para no propagar información falsa o no verificada.
Es hora de que hagamos un alto y dejemos de ser facilitadores de aquellos que buscan promover desinformación y que utilizan a personas buenas para alcanzar sus objetivos.
Los trolls y los call centers – que no olvidemos, son pagados para promover una agenda- nos provocan, nos afectan y crean opinión pública, combinando la verdad con la mentira, para confundirnos. Como bien lo dijo el autor Byung-Chul Han en su libro Infocracy, estamos viviendo una era en que la información “vuela más rápido que la verdad y la verdad, nunca la alcanza”.
Esto no significa que no podemos opinar, participar en debates políticos o cívicos, cuestionar a nuestras autoridades como ciudadanos o quejarnos de un servicio privado con el que estamos descontentos en las redes sociales; pero tiene que ser con responsabilidad, prudencia y decencia, y tiene que ser basado en la verdad. Si no lo hacemos, somos iguales a aquellos que criticamos.
La autora es comunicadora
