La influencia dañina que proviene de manipular a las personas con mentiras seductoras, en nombre de la libertad de expresión, es uno de los mayores peligros que enfrentamos como sociedad. No obstante, la libertad de expresión y el derecho a ofender deben distinguirse claramente de la libertad para manipular la información, porque, simple y sencillamente, esta última resulta incompatible con el buen progreso de la humanidad en la modernidad.
Sí, la libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales de nuestra sociedad democrática. En teoría, todos somos iguales ante la ley y podemos hacer con nuestras vidas lo que consideremos adecuado. Ciertamente, la evolución de las libertades la ha llevado a democratizarse, y quienes acceden a parte de ese poder político pueden manipularla para lograr sus propios fines. En esa evolución, llega un punto en que las innumerables opciones que emergen, lejos de ampliar la libertad, la vacían de sentido. Como resultado, esa misma libertad se vuelve contra sí misma, dividiendo aún más a la sociedad, que se destruye intentando decidir si ir hacia la izquierda o hacia la derecha, pero nunca hacia adelante.
La responsabilidad de hacer y decir lo correcto —no lo políticamente correcto— debería ser una convicción fundamental que nos impulse a resolver los problemas socioeconómicos que nos mantienen atrapados en el subdesarrollo. En este siglo, el concepto de libertad de expresión ha alcanzado dimensiones sin precedentes, gracias, en gran parte, al surgimiento de las redes sociales y a la visibilidad que estas otorgan a ciertos individuos. Con ellas también ha llegado la desinstitucionalización del periodismo tradicional y, aunque esto ha hecho la información más accesible y menos arbitraria, ha surgido una distorsión peligrosa: la equiparación de la libertad de expresión con el supuesto derecho a mentir, manipular o distorsionar deliberadamente la realidad.
No hay nada de inocente en aspirar a manipular y confundir a la gente. Tanto actores públicos como privados —ya sean medios masivos o individuos que buscan maximizar su atención— emplean mentiras disfrazadas de justicia social o bienestar común con el propósito deliberado de diseñar discursos para dividir, radicalizar y manipular emocionalmente a las masas. La libertad para manipular la información erosiona la verdad y desarticula los consensos sociales que sostienen la ya frágil estabilidad institucional de nuestras democracias. Por eso, la libertad de expresión no debe usarse como excusa para justificar acciones que se valen de las construcciones mentales de sectores sociales que apuestan al caos, la división y la denigración del individuo para alcanzar fines políticos, incluso cuando el voto popular les haya negado el poder.
El derecho a la libertad de expresión, así como el derecho a disentir, incomodar o provocar, son amplios, pero no absolutos. La protección de la reputación y la estabilidad de los demás es esencial para preservar el orden público y la salud moral de la sociedad. La falsedad intencionada no solo constituye propaganda, sino también un ejercicio deshonesto de la libertad, ya que no representa una opinión sincera ni mucho menos una crítica legítima. Es indudable que las “mentiras dulces” dirigidas a los oídos cansados de la ciudadanía son instrumentos eficaces para distorsionar el discurso político, especialmente cuando apelan al miedo, la nostalgia o la ira. Sin embargo, cuanto más se consumen estas mentiras, mayor es el vacío ideológico que generan, debilitando así el pensamiento crítico.
En tiempos en que necesitamos reforzar la capacidad crítica y fortalecer la institucionalidad democrática, socavar la confianza en las instituciones por interés político deja de ser una diferencia de opiniones. La solución a este problema no es sencilla, pero comienza con aprender a distinguir con claridad entre la libertad de expresión y la desinformación sistemática. No se resuelve con más leyes que terminan convertidas en letra muerta, sino con una cultura democrática basada en la ética, la educación mediática y la responsabilidad de quienes ocupan roles como emisores de mensajes. Los ciudadanos tenemos el derecho a disentir en todo momento, pero no a construir muros de falsedades para imponer nuestras creencias sobre otros. Lo mismo aplica para quienes administran los asuntos del Estado.
La libertad para expresarnos no incluye el derecho a destruir la verdad, especialmente en esta década de saturación informativa, donde restablecer los límites éticos del discurso público se ha vuelto más necesario que nunca. No se trata de censurar discrepancias, sino de proteger la integridad del discurso, el respeto por la verdad y el derecho de una ciudadanía que merece tomar decisiones basadas en información crítica, certera y honesta.
El autor es internacionalista.

