La medicina es, por definición, una profesión liberal: una actividad donde predomina el intelecto, regulada por el Estado y ejercida solo tras obtener un título habilitante. Así lo reconoce la Real Academia Española. Pero ¿qué ocurre cuando esa libertad entra en conflicto con la obligación de garantizar que quienes atienden la salud de los panameños están verdaderamente preparados?
La Constitución (artículo 40) consagra el derecho a ejercer cualquier profesión, siempre que se cumplan los requisitos de idoneidad y moralidad que la ley establece. A su vez, la Ley 24 de 2005 protege la libertad de cátedra como una extensión de la libertad de expresión, otorgando a los docentes y universidades autonomía para elegir métodos y enfoques pedagógicos. Sin embargo, esta noble premisa plantea un dilema: ¿qué sucede cuando quienes dirigen las facultades de medicina anteponen intereses económicos o ideológicos a la evidencia científica o a la ética profesional?
El internado médico —etapa crucial en la formación de todo galeno— no es un requisito administrativo ni un simple servicio social. Es un período de entrenamiento hospitalario bajo supervisión docente, donde el recién graduado asume funciones en hospitales docentes designados. Su propósito es transformar el conocimiento teórico en competencia clínica mediante la práctica, conforme a los lineamientos del Ministerio de Salud.
Aquí radica el dilema. En un contexto donde proliferan universidades con estándares dispares, ¿cómo garantiza Panamá que los futuros médicos dominen lo esencial antes de tratar pacientes? La respuesta está en un examen nacional de conocimientos básicos, administrado por una entidad independiente y sin fines de lucro, que asigna las plazas de internado según mérito académico. Este mecanismo, lejos de ser arbitrario, es un salvavidas para la salud pública: impide que egresados con formación deficiente —aquellos que solo practicaron con maniquíes o sin rotaciones clínicas reales— ingresen al sistema sin las destrezas necesarias.
Cabe preguntarse si el Consejo Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria de Panamá (Coneaupa) cumple a cabalidad su función fiscalizadora sobre los campos formativos de los estudiantes de medicina. ¿Por qué se permite que la propedéutica clínica se practique en centros de salud sin las condiciones hospitalarias adecuadas?
Criticar el sistema actual alegando que viola la libertad de cátedra es un error conceptual. El internado no solo evalúa: también forma. Los médicos internos son estudiantes de posgrado dentro de la Especialización en Medicina Clínica de la Universidad de Panamá, programa con carga teórica y práctica reconocido por el Convenio Andrés Bello. Además, su condición de funcionarios públicos les otorga derecho a cotizar en la seguridad social y acceder a formación continua, mitigando la fuga de talentos.
Durante la pandemia, los internos demostraron su valor atendiendo pacientes en la primera línea como empleados del Estado. ¿Habrían podido hacerlo sin una preparación estandarizada? Difícilmente.
El equilibrio es posible: se puede respetar la autonomía universitaria sin renunciar a la exigencia de idoneidad. El internado médico, con su doble función de evaluación y capacitación, garantiza que nadie —ni el hijo de un agricultor ni el egresado de una universidad privada— ejerza sin estar preparado. La libertad de cátedra, la austeridad presupuestaria o las presiones mediáticas de quienes se quedaron sin plaza no pueden justificar el riesgo de poner vidas en manos inexpertas. El Estado tiene el deber —y el derecho— de velar porque eso nunca ocurra. Su función reguladora debe orientarse a ampliar las plazas formativas y fiscalizar con rigor la calidad del pregrado médico, tarea que recae en el Coneaupa.
En definitiva, el médico interno es un estudiante de posgrado que recibe salario por el riesgo biológico al que se expone él y su familia. Este reconocimiento evita desincentivar la profesión médica, que exige al menos siete años de formación antes del ejercicio pleno. En Panamá, el médico idóneo es aquel que ha completado su formación posgraduada en Medicina Clínica, con supervisión hospitalaria y validación académica. El internado no es para laborar de flebótomo ni de camillero.
La verdadera pregunta no es si el sistema actual es perfecto, sino si estamos dispuestos a tolerar alternativas donde la improvisación y el favoritismo se disfracen de “liberalismo profesional”. La salud pública merece más que las ocurrencias de diputados que buscan capitalizar la indignación ciudadana ante la crisis de empleo.
Frente a las campañas que intentan desacreditar la profesión médica panameña, cabe preguntarse: ¿el pueblo quiere elevar los estándares de idoneidad o rebajarlos? La democracia liberal se sostiene sobre dos pilares: el autogobierno de las mayorías y el respeto a los derechos de las minorías. Ceder ante la ignorancia o el populismo sanitario sería traicionar ambos.
El autor es médico subespecialista.

