En estos últimos años de mi vida, he aprendido más sobre el arte de vivir que en todos los años anteriores, cuando —por ignorancia o distracción— no supe verlo. El espacio libre que ahora tengo para pensar y meditar no existía antes: estaba ocupado por las múltiples obligaciones que la vida impone al hombre honesto.
La madurez no llega solamente con los años; se forja en las pruebas que nos sacuden y en las caídas que nos obligan a levantarnos una y otra vez. Cada tropiezo nos templa y, paradójicamente, fortalece nuestra confianza: la certeza de que podemos seguir adelante con la mente serena, aprendiendo a no dejarnos vencer por las circunstancias. Los errores no son fracasos, son lecciones que abren camino a una versión mejor de nosotros mismos. Y en mi caso, como creyente, late la convicción más poderosa: saber que mi Dios está conmigo en medio de cada caída, sosteniéndome en los momentos de debilidad para que la derrota aparente se transforme en victoria interior.
La madurez no llega marcada por una fecha en el calendario ni por el número de velas en el dulce de cumpleaños. Llega cuando la vida nos ha templado con pruebas, errores, triunfos y pérdidas, a fuego de vida, hasta moldear un carácter sereno, firme, que no se deja arrastrar por las modas ni los impulsos del momento.
En la madurez profesional, como abogado en ejercicio, aprendí a valorar profundamente la importancia de los plazos procesales, la presentación de pruebas, el rigor en las formalidades de las demandas, la estrategia cuidadosa en el uso de los recursos ordinarios y extraordinarios, así como la solidez argumentativa, la claridad en el razonamiento y la fidelidad a los hechos. No hay atajo ni improvisación que sustituyan el estudio serio ni la preparación meticulosa del caso.
Como profesor universitario, descubrí que la lección bien estructurada, el contenido actualizado, las preguntas de examen equilibradas, la objetividad en la calificación y la entrega puntual de las notas me enseñaron más que cualquier código: a ser justo, riguroso y puntual. La cátedra no es solo un espacio de transmisión de conocimientos, sino también un púlpito silencioso donde el ejemplo pesa más que la palabra.
En el ámbito familiar, la crianza de los hijos me enseñó que no basta con cumplir con las obligaciones materiales; hay que estar presente con el alma entera, escuchar de verdad, orientar con amor firme pero sin imposiciones, y sembrar valores que resistan el paso del tiempo. En la relación conyugal, aprendí que la madurez implica diálogo, complicidad, respeto y la sabiduría de compartir tanto las palabras como los silencios. Y en el plano amical, entendí que la verdadera amistad no se mide por la cantidad de amigos ni por la frecuencia en el trato, sino por la lealtad, la franqueza y un mutuo deseo de ver al otro crecer, incluso en la distancia.
Todos esos espacios —el foro, el aula, el hogar, la pareja y los amigos— me han enseñado que la madurez no se otorga con el tiempo, sino que se conquista con humildad, constancia y valores firmes. Por eso, si hoy alguien me preguntara qué es madurar, respondería sin dudarlo: es vivir con calma, actuar con propósito y decidir con consciencia, sabiendo que lo esencial no es la duración de la vida, sino la calidad del carácter que has cultivado en ella.
El autor es exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.
