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La mentira como arte y la posverdad

¿Son las noticias falsas tan modernas como pensamos? Pues no. La problemática contemporánea de las fake news puede enriquecerse con un diálogo histórico y cultural en torno a la mentira y la apariencia. Si bien el concepto surge en el contexto digital del siglo XXI, los antecedentes literarios y filosóficos permiten comprender sus raíces culturales. Oscar Wilde nos ofrece una reflexión deliciosa en su ensayo The Decay of Lying, donde sostiene que la mentira puede entenderse como una forma de arte. Según Wilde, no debemos reducirla a una falsificación burda de la realidad, sino valorarla como invención creativa capaz de producir mundos imaginativos más interesantes que lo meramente real. Ese era Wilde.

Llevado al terreno de la comunicación actual, este planteamiento nos invita a reflexionar sobre la naturaleza ficcional de las fake news: no son simples errores, sino narrativas diseñadas para construir apariencia de certeza. Su eficacia radica en imitar los formatos de medios legítimos, manipular emociones colectivas y reforzar prejuicios. Pero, a diferencia de la “mentira estética” que Wilde defendía como expresión de libertad y creación artística, las fake news operan como dispositivos estratégicos de manipulación política, polarización ideológica y descrédito de adversarios. Nada nuevo: los griegos ya nos lo advertían.

Aquí surge el conflicto principal: mientras Wilde concebía la mentira como un recurso para liberar al individuo de los límites de la verdad experimentada, en el universo mediático actual la mentira se convierte en herramienta de poder que debilita las condiciones del debate democrático. El filósofo alemán Jürgen Habermas, en su análisis de la esfera pública, recalcaba la necesidad de que la comunicación racional se sustentara en argumentos verificables y en consensos alcanzados con el uso público de la razón. Por el contrario, las noticias falsas desgarran ese horizonte normativo: suplantan la argumentación por narrativas de ficción, apelan a las emociones más bajas, erosionan la confianza en los hechos y debilitan el espacio común de deliberación.

En la cultura de la posverdad, el ensayista y periodista estadounidense Ralph Keyes la describe como “la era de la mendacidad”, mientras que el filósofo estadounidense Lee C. McIntyre sostiene que en ella pesan más las creencias y emociones que los hechos objetivos. Aquí Wilde se vuelve paradójico: su reivindicación de la mentira como creación estética se anticipa a la lógica ficcional de la posverdad, pero el tránsito de lo artístico a lo político genera consecuencias problemáticas. En tiempos de Wilde la mentira podía tener un valor liberador; en la esfera mediática actual es un instrumento de control social y hostigamiento simbólico.

Un ejemplo de esta paradoja está en la noción de la máscara, tan querida por Wilde, quien afirmaba: “Give a man a mask, and he will tell you the truth” (dale a un hombre una máscara y te dirá la verdad). Para él, la máscara era medio de revelación, una vía para expresar lo auténtico que reprimen las convenciones sociales. En cambio, en la cultura de las fake news la máscara es encubrimiento: un recurso para que los creadores y divulgadores oculten su cinismo detrás de apariencia de objetividad, ingenuidad ciudadana o periodismo legítimo.

La posverdad en el ámbito universitario

El fenómeno de la desinformación tampoco es ajeno al ámbito académico. En la Universidad de Panamá —como en muchas instituciones del mundo— ciertos funcionarios con escasas credenciales académicas recurren a la escritura de glosas y a la difusión de falsedades contra colegas. Estas prácticas no constituyen un debate intelectual: responden a envidias, celos o venganzas.

En este ecosistema, las glosas funcionan como fake news en escala institucional: narrativas diseñadas para socavar reputaciones y credibilidad dentro de la comunidad universitaria. Dinámica que encaja con la “era de la mendacidad” de Keyes y la cultura de la posverdad de McIntyre: un microcosmos donde los hechos pesan menos que las emociones o los intereses particulares. Desde la óptica de Habermas, estas prácticas erosionan la esfera pública académica, que debería regirse por el debate racional y la búsqueda de la verdad, no por la manipulación ni el hostigamiento simbólico.

Los cómplices conscientes: el segundo nivel del cinismo

Lo más grave es que el problema no radica únicamente en quienes inventan y difunden glosas falsas, sino también en quienes, aun sabiendo de su falsedad, las aceptan y reproducen. Cumplen así una función estratégica: legitiman la mentira con su aparente credulidad, amplificando su alcance y efecto destructivo. McIntyre lo explica bien: la posverdad no se sostiene solo en la invención, sino en la disposición de las audiencias a aceptar lo falso porque coincide con sus intereses o prejuicios.

En el plano institucional, los rumores no prosperan únicamente por quien los redacta, sino por la red de funcionarios, docentes, estudiantes o autoridades que, por conveniencia, temor o animadversión hacia la víctima, los validan y difunden. Es lo que Habermas llamaría la erosión del debate racional en la esfera pública: el consenso ya no se construye con argumentos verificables, sino con complicidades que disfrazan la mentira de verdad.

En palabras cercanas a Wilde, la “máscara” aquí no revela lo oculto, sino que encubre la falsedad con el rostro de una colectividad que aparenta creerla. Quienes aceptan conscientemente una mentira como verdad no son víctimas ingenuas: son actores fundamentales de esta maquinaria del desprestigio. Su rol perpetúa lo que podríamos llamar un doble cinismo: la mentira inventada por unos encuentra su legitimidad en la complicidad calculada de otros, configurando un sistema de violencia simbólica que erosiona la vida universitaria y desvirtúa la esencia del quehacer académico.

El autor es doctor en comunicación audiovisual por la Universidad Autónoma de Barcelona y profesor en la Universidad de Panamá.


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