En Panamá, cada dos años se sientan frente a frente en la mesa del salario mínimo los actores clave de la economía panameña: trabajadores, empresarios y gobierno. La trama es a la vez tan simple como compleja: en menos de dos meses estos actores deben acordar el salario mínimo que regirá en el país. Casi nunca logran tal acuerdo. Quizá por ese final anticlimático no valoramos plenamente este extraordinario drama. En un sistema económico movido por la competencia y la falta de empatía, aún preservamos un espacio institucional donde se reconoce que la economía no es un mecanismo automático, sino un tejido frágil de intereses, tensiones y necesidades humanas. La mesa del salario mínimo es, en ese sentido, uno de los últimos lugares donde el país se mira a sí mismo y decide qué entiende por justicia económica.
El capitalismo mueve recursos de sectores de bajo rendimiento a sectores más productivos, premia el riesgo, incentiva la creatividad y abre oportunidades. Pero no todos se benefician por igual de ese proceso. Las empresas buscan maximizar ganancias y monopolizar mercados. El bienestar social no es uno de sus objetivos. Reducir costos, incluidos los laborales, es parte esencial de su funcionamiento. La OIT ha documentado que Panamá es uno de los países con peor distribución del PIB hacia los trabajadores. Mientras en los Estados Unidos y Chile más del 50% del PIB va a remuneraciones laborales, en Panamá este porcentaje se mantiene por debajo del 35%, estancado por años. O sea, el crecimiento no está llegando a los trabajadores.
Por eso, los países que más prosperan no son los que dejan al mercado a su libre albedrío, sino los que imbrican procesos sociales para lograr un capitalismo esclarecido, donde las instituciones corrigen sus excesos y equilibran sus fuerzas.
La economista Ana Patiño, en su reciente análisis sobre el salario mínimo en Panamá, recuerda que no se trata de una simple cifra, sino de un instrumento fundamental para la estabilidad social. Funciona como un ancla que protege a quienes no tienen poder de negociación; es una barrera contra la pobreza laboral, un mecanismo que evita que la competencia entre empresas se base exclusivamente en abaratar la vida de sus trabajadores. También es un recordatorio de que el crecimiento económico solo tiene sentido si mejora la vida de la población.
En la más reciente temporada de esta obra de teatro, la ministra de Trabajo ha decidido encarnar el rol de paladín de las empresas, mientras minimiza el papel de los sindicatos, acusándolos o despreciándolos en público. Peor aún, en los últimos meses se ha debilitado el poder de estos grupos de trabajadores no solo con escándalos mediáticos, sino reteniendo fondos que legalmente les corresponden e instalando personas favorables al gobierno entre sus líderes. Es una erosión progresiva del único contrapeso real al poder empresarial.
La idea de que el mercado asignará por sí mismo un salario justo es, siendo ingenuos, ingenua. Si las empresas se organizan para maximizar utilidades, ¿por qué no habrían de organizarse los trabajadores para maximizar bienestar? Suecia lo hace. Alemania lo hace. En ambos países muchos trabajadores se sientan en juntas directivas, opinan sobre inversiones, supervisan estrategias, influyen en decisiones que afectan no solo a la empresa sino al país entero. Darle espacios a los trabajadores en todos los procesos productivos no es radical; es un buen negocio para el país entero.
Por último, sin trabajadores con ingresos dignos no hay consumo; sin consumo no hay ventas; sin ventas no hay crecimiento real. Las empresas lo saben, pero a veces prefieren invertir en la acumulación patrimonial, en el mundo financiero, en lugar de reforzar la economía real. El dinero se queda en los balances, no en los salarios, y no vuelve a circular.
Por eso, la mesa de diálogo del salario mínimo no debería ser una tragedia que la ministra debe aguantar a regañadientes. Es uno de los pocos momentos en que este país, capturado por intereses corporativos y financieros, reconoce que todos (empleadores, trabajadores, gobierno) somos parte de un mismo escenario económico.
El autor es economista miembro del Sistema Nacional de Investigación.

