Cuando un país se enfrenta a la decisión de extraer o no recursos mineros, entra en una coyuntura crítica, tal como detallan Acemoglu y Robinson en Por qué fracasan los países.
Una mina puede ser técnicamente impecable y, sin embargo, socialmente tóxica. Sin confianza, se convierte en símbolo de extracción, no de progreso. Por eso, una licencia social importa tanto como un contrato-ley. Las comunidades deben percibir la mina como parte de su propio desarrollo, no como una imposición. La legitimidad se gana mediante diálogo abierto, divulgación creíble de riesgos y reparto transparente de beneficios.
Tres pilares interrelacionados sustentan una gobernanza minera ética: control sostenible, cumplimiento y legitimidad.
El control sostenible emana de un marco legal claro que defina la propiedad, las responsabilidades ambientales y la asignación de ingresos. Las jurisdicciones superpuestas o las concesiones opacas invitan a la corrupción y debilitan la autoridad del Estado.
La regulación es inútil sin cumplimiento. Los gobiernos necesitan funcionarios capacitados, datos confiables y públicos, y presupuestos estables para supervisar las operaciones, especialmente si los proveedores de la mina están vinculados económica y políticamente a quienes deben garantizar que la empresa cumpla sus obligaciones legales. La mera apariencia de conflictos de interés corroe toda buena voluntad previamente construida.
Esto nos lleva a la legitimidad, el pilar más frágil. Solo crece cuando los ciudadanos perciben beneficios tangibles y equitativos. No puede decretarse con campañas de relaciones públicas ni con oportunidades fotográficas.
La historia ofrece lecciones claras. Durante la Primera Guerra de Indochina, Francia intentó controlar el territorio mediante la imposición, descuidando la gobernanza local. El historiador Bernard Fall describió esto como un fracaso de doble vía: los franceses no podían —o no querían— construir administraciones civiles funcionales, y sus intentos superficiales de control mediante alianzas con caudillos, propaganda y pacificación temporal resultaron frágiles y huecos. El territorio despejado de día volvía a caer bajo influencia insurgente por la noche, porque carecía de instituciones legítimas que lo sostuvieran.
Gobiernos modernos y empresas mineras corren el riesgo de repetir ese patrón. Anunciar una mina con comunicados de prensa, campañas de influencers o presencia en redes sociales es la versión del siglo XXI de la “zona de pacificación” francesa. Parece ordenado desde lejos, pero oculta un vacío institucional.
El contraejemplo proviene de David Galula, el oficial francés cuya obra sobre contrainsurgencia influyó en la estrategia estadounidense posterior. Sostenía que el control sostenible depende de construir instituciones que respondan a las necesidades de la población. A su juicio, es posible pacificar temporalmente, pero solo la legitimidad —ganada mediante servicios y participación— asegura estabilidad duradera. Traducido al ámbito minero, esto implica comités comunitarios que realmente asignen fondos, mecanismos de quejas que resuelvan conflictos y auditorías públicas que muestren a dónde va cada dólar.
Los Estados autoritarios o frágiles a veces sustituyen la legitimidad por el rendimiento: mientras haya carreteras y empleos, el disenso permanece callado. Pero la legitimidad basada en el rendimiento se desvanece cuando los beneficios se estancan.
La diferencia entre una mina exitosa y una fallida es la misma que Bernard Fall observó entre la gobernanza duradera y la experiencia colonial: si las personas dentro del sistema creen que este les sirve. Una mina diseñada con profundidad institucional —con rendición de cuentas, transparencia y participación— se convierte en una plataforma para el aprendizaje y el desarrollo nacional. Una mina construida sobre andamios de relaciones públicas no es más que otra fortaleza en un paisaje hostil.
La extracción de recursos, si se hace bien, puede enseñar a una nación a convertir la riqueza natural en riqueza pública. Si se hace mal, solo excava resentimientos. Esta coyuntura crítica, como muestran tanto la historia como la economía, es una elección entre construir instituciones o cavar agujeros —literal y políticamente—.
El autor es abogado.
