Quien fuera uno de los presidentes de la Primera República de Venezuela, Francisco de Miranda —conocido como el Gran Americano Universal—, aseguraba que la tiranía no puede reinar sino sobre la ignorancia de los pueblos. Ciertamente, las libertades y los derechos individuales de los ciudadanos se ven seriamente comprometidos cuando los sistemas de cultura y educación, en todos sus niveles y formas, se ven desmejorados por la clase política gobernante.
El trabajo dignifica, pero el buen trabajo en la política sienta las bases fundamentales que dan origen a un sistema de libertades y valores morales que hacen a las sociedades más justas, menos oprimidas y, por ende, mucho más felices. Los constantes debates sobre cómo reformar el sistema electoral para limitar las formas en que el clientelismo y la corrupción influyen negativamente en la elección de los ciudadanos nos llevan a la premisa de que es necesario lograr una política de transición ética antes de estructurar o darle forma al espectro político, en un país donde ni la izquierda ni la derecha terminan de madurar por completo.
Una política de transición ética no se basa en hacer el debate político más robusto; por el contrario, divide en componentes más digeribles el funcionamiento del poder político y la real influencia que este tiene sobre la vida de todos los ciudadanos. Esta política debe estar conectada con la verdad y con los principios de las libertades de expresión y pensamiento. Pero no hablo de la libertad que algunas figuras emergentes dicen defender mientras se reúnen con corruptos condenados y clientelistas desinteresados del desarrollo cultural y moral de la sociedad.
Muchos políticos no entran a este oficio para elevar el discurso y la dignidad de la política, sino porque ven en ella la oportunidad de obtener poder social y económico; y, una vez cómodos allí, dejan de interesarse por el bienestar real de la patria.
Un país estable requiere de una independencia absoluta: los ciudadanos, independientes de los políticos; el mercado, independiente del Estado; y los políticos, independientes de los empresarios. La política de transición ética que necesita Panamá para encaminarse hacia un debate político maduro exige que los funcionarios públicos cumplan con sus responsabilidades constitucionales. De otro modo, estarían desobedeciendo la ley.
Esto implica que, en una mejor política, los diputados no deberían dedicarse a nombrar funcionarios sin la preparación necesaria para asistirles en su labor legislativa, ni mucho menos a promocionar obras públicas. De lo contrario, debieron postularse como alcaldes o representantes.
Sin independencia, moral social y ética en la política, la República fracasará, y la libertad morirá entre los aplausos de ciudadanos que reciben favores a cambio de su voluntad electoral. Pretender estructurar ideologías políticas claras en Panamá sin antes establecer una política de transición ética es como querer construir un puente sin estribos: ingenuo e ilógico.
Es imposible moldear el pensamiento político de las masas cuando el tejido político de nuestra República es tan frágil, especialmente por la forma en que el clientelismo y la corrupción se han arraigado en la mentalidad de cientos de miles de votantes. Postular mejores candidatos sería un buen primer paso; sin embargo, para que los ciudadanos puedan elegir bien, es necesario fomentar una mejor cultura política, ya sea mediante campañas masivas de educación política y democrática o a través del trabajo de líderes comunitarios que capaciten a la ciudadanía sobre sus instituciones y derechos.
Lo cierto es que, a través del establecimiento de esta política de transición ética, podremos elevar la calidad y dignidad del debate político, y con ello garantizar el respeto a la dignidad y a las libertades civil y política de todos los panameños.
El autor es internacionalista.

