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Urbanitas

La odisea de los doscientos dólares

Dicen que los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Lo que nunca dicen es que esos dedos suelen estar vacíos cuando uno necesita plata. Lo descubrí una tarde cualquiera, cuando una emergencia —de esas que no esperan ni al décimo quinto ni al próximo depósito bancario— me obligó a salir en busca de la módica suma de 200 dólares. Nada del otro mundo: no era para comprarme un carro, ni para viajar a Cancún, ni para financiar una campaña política (aunque algunos con menos han llegado a diputados). Eran simplemente dos billetes verdes que, en teoría, cualquiera podría tener guardados en la billetera. En teoría.

Arranqué con los más cercanos: los hermanos de foto y pastel de cumpleaños. Pero con ellos había un “pequeño” detalle: ya me habían salvado antes. Entre todos me habían prestado más de mil dólares en emergencias anteriores, y uno tiene que saber cuándo la confianza se convierte en abuso. Pedirles otra vez hubiera sido como volver a meterle el cuchillo a una herida que apenas cicatrizaba. Así que, con la dignidad tambaleando, decidí no tocar esas puertas… por respeto. O, mejor dicho, por miedo a que no me volvieran a invitar ni al cumpleaños.

Pasé entonces al segundo anillo de confianza: los colegas del trabajo. Uno siempre los ve tan animados hablando de bonos, comisiones y negocios “por fuera”, que pensé: “Aquí debe haber flujo”. Lanzada la indirecta, las respuestas fueron dignas de una obra de teatro: “Mira, justo cobro la próxima semana”, “estoy invirtiendo en un emprendimiento”, y uno muy creativo me ofreció prestarme en puntos del supermercado. Casi le acepto, pero no sabía si el banco recibiría un adelanto en arroz y tuna.

Luego fui donde los amigos de infancia, esos que juraron que “si uno caía, caíamos todos”. Pues resulta que todos ya estaban en el suelo desde antes. Uno debía al prestamista del barrio, otro tenía a la suegra en control de gastos, y el más sincero me dijo: “Yo no presto dinero porque la amistad se daña… y la tuya no quiero perderla”. Qué noble. Qué práctico.

Desesperado, recurrí al poder de las redes sociales. Subí una historia con mensaje inspirador: “Cuando la vida te pide ayuda, los amigos aparecen.” Y sí, aparecieron. Corazones, manitos de oración, caritas llorando y un “¡fuerza, hermano!”… pero ni un solo “pásame tu número de cuenta”. El apoyo emocional, descubrí, es el único recurso que abunda incluso en tiempos de crisis.

Cuando ya daba por perdida la misión, el universo hizo de las suyas. Una señora casi desconocida —una que apenas me saludaba por cortesía— me escribió: “Yo te puedo ayudar.” Recordé entonces que años atrás le había prestado diez dólares en una urgencia. Diez míseros dólares que volvieron multiplicados por veinte. Moral: los milagros existen, pero hay que sembrarlos antes.

El resto lo completé gracias a un pintor que me había hecho unos trabajos. “Usted siempre fue buen cliente”, me dijo. Y así, entre una conocida de pasillo y un artista de brocha gorda, reuní los 200 dólares que tanto me costaron entre amigos, colegas y santos de Facebook.

La lección no fue amarga, fue clarita: los que más me quieren ya dieron lo que podían; los de confianza estaban llenos de cariño, pero vacíos de efectivo; y al final fueron los casi desconocidos quienes tendieron la mano sin tanto drama.

Por eso, cuando alguien me diga “cuenta conmigo en las buenas y en las malas”, le voy a sonreír y preguntar con toda la inocencia del mundo:—Perfecto… ¿tienes 200 dólares?

El autor es ingeniero retirado.


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