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La pobreza que no se ve

No es la pobreza extrema que aparece en las cifras oficiales ni la que suele destacarse en los informes. No siempre se manifiesta en las calles ni se refleja en los indicadores más visibles. Es una limitación silenciosa que se vive puertas adentro, afecta la salud, el ánimo y la convivencia, y deja huellas profundas tanto en quienes la sufren como en la sociedad entera.

Hay una forma de carencia que no se exhibe en las esquinas ni aparece en los registros más severos. No levanta pancartas ni pide limosna. No duerme en la calle. Sin embargo, existe y se extiende silenciosamente en muchos hogares panameños, afectando no solo los ingresos, sino también la dignidad, las oportunidades y la capacidad de cubrir necesidades básicas.

Es la carencia de quienes trabajan todos los días y aun así no alcanzan. De quienes cumplen horarios, pagan transporte, hacen las compras contando cada centavo y estiran el salario hasta que ya no da más. En muchos casos, hacen malabares para enviar a sus hijos a la escuela. Es una realidad que se vive puertas adentro, sin testigos ni auxilio.

Hay personas responsables que quieren cumplir; hay otras que quizá no. Pero, en su gran mayoría, simplemente no pueden. No califican para ayudas porque “tienen empleo”, pero cada quincena enfrentan el mismo dilema: ¿qué se paga primero y qué se posterga? La cuenta de la luz, el medicamento, el pasaje, la comida. Nunca todo. Siempre algo queda fuera, algo queda pendiente.

A esa lucha por cubrir lo primordial se suma otra deuda, menos visible pero profundamente dañina: la del sueño. Madrugar no es una elección, es una obligación. Levantarse de madrugada para llegar a tiempo al trabajo se convierte en rutina, mientras el cuerpo acumula cansancio sin posibilidad de recuperación. Dormir deja de ser descanso y pasa a ser una deuda constante.

El sueño no es un lujo ni un premio: es un sistema vital del cuerpo humano, tan esencial como la alimentación o la respiración. Su ausencia sostenida afecta la memoria, el ánimo, la concentración, la salud cardiovascular y la estabilidad emocional. En esta carencia silenciosa, dormir bien es un privilegio inaccesible. Se sacrifica el descanso para cumplir, para no perder el empleo, para sostener lo poco que se tiene.

No es casual que, en paralelo, se observen más casos de diabetes, obesidad y otras enfermedades crónicas. Algunas tienen origen hereditario, es cierto, pero muchas se ven agravadas por rutinas marcadas por el cansancio, el estrés permanente y la falta de descanso. El cuerpo también paga el precio de vivir siempre al límite.

Todo esto vulnera la paz interior y la estabilidad emocional. El agotamiento continuo y la presión económica reducen la capacidad de autorregulación y acortan la tolerancia. La impaciencia se instala con facilidad cuando se vive bajo estrés constante. No es falta de voluntad, sino una reacción humana ante la acumulación de tensiones que termina filtrándose en la convivencia diaria.

Cuando esta precariedad se normaliza, no solo afecta a individuos o familias: impacta a la sociedad entera. Erosiona vínculos, debilita la confianza y empuja a decisiones desesperadas. Una sociedad cansada es una sociedad frágil.

En esta carencia también crecen niños. Niños que aprenden a escuchar conversaciones en voz baja, a entender que “ahora no se puede”, a normalizar el cansancio. Y aunque no les falte amor, sí les falta tranquilidad.

Reconocer esta realidad no es victimizar ni justificar la inacción. Es nombrar lo que existe para poder mirarlo de frente. Porque mientras sigamos midiendo la pobreza solo por la ausencia total de ingresos, seguiremos ignorando a quienes trabajan, cumplen y, aun así, no llegan.

La pobreza que no se ve no grita, pero pesa. No se exhibe, pero duele. Y como toda forma de precariedad prolongada, termina erosionando la salud, la convivencia y la esperanza.

Mirarla no es un acto político. Es un acto de humanidad.


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