¿Cómo podríamos entender aquellas posiciones que niegan o interpretan totalmente a la inversa los acontecimientos que sufre el país como resultado de la Ley 462, del memorándum de entendimiento y la reapertura de la mina?
¿Cuántas evidencias más se necesitan para demostrar que el llamado consenso no fue real, que sí hubo propuestas y que fueron presentadas, pero su contenido no importaría frente a lo que ya estaba escrito por el gobierno? ¿Qué más se puede hacer para demostrar el uso excesivo de la fuerza, además de videos y denuncias? Y ni hablar de la manipulación y la saña por parte de los medios tradicionales de comunicación (incluyendo sus bots e influencers), a los que ya no quieren ver rondando las marchas por la merecida desconfianza: narrativas que descalifican y descontextualizan, además del eco que hacen del desdén gubernamental, la patanería e incluso las amenazas que desde el poder se lanzaban.
¿Cómo podemos explicar, al día de hoy, que aún hay quienes defienden ciegamente a los causantes de la crisis y criminalizan las legítimas manifestaciones, siendo estas el resultado lógico de la sordera, soberbia e imposición gubernamental? La frialdad con la que mienten o tergiversan las cosas es surrealista. Jamás hubiésemos creído que este fenómeno, más que sufrirlo como país víctima de los cuentos chinos de Donald Trump, también terminaríamos usándolo como estrategia de gobierno.
Creo que una de las respuestas frente al poco importar de las evidencias, que se supone deberían desenmascarar al régimen, o al descarte automático de toda explicación que no esté alineada con la narrativa oficial —y que, además, dichas acciones sumen adeptos a las fantasías ideológicas del régimen—, podría estar en lo que se conoce como la posverdad, que finalmente nos alcanzó o se hizo más evidente.
Una de sus características es que adquiere un sitial casi de fe religiosa, donde solo basta creer para que un hecho sea incuestionable. Aquí, de plano, no tienen mayor importancia las evidencias ni si es comprobable o no un fenómeno, sino lo que uno cree. Tu capacidad de análisis queda anulada por el peso de tus emociones y creencias personales, esas que te han inculcado desde que naciste en un entorno o contexto que va más allá de la modernidad.
A esta visión deliberadamente distorsionada para manipular el pensar y sentir de las personas, se unen —para terminar de moldear la “opinión pública”— el sesgo de confirmación y la disonancia cognitiva. Dos elementos que hacen su aporte sobre un terreno ya precondicionado en el egoísmo, la apatía y la jerarquización desde lo étnico y patriarcal. Por eso no es casual el crecimiento de la extrema derecha y sus prácticas represivas.
El poder gubernamental y mediático impone la mentira a como dé lugar para mantener el poder. En estos meses de protestas, la narrativa oficial era: “todo está bien”, “tenemos la razón”, “son cuatro gatos”, “son grupos delincuenciales”, “es el comunismo internacional”, etc. Pero la realidad era evidentemente otra: operaba la posverdad.
La lucha por una vida digna se hace más dura, pero no imposible, pues se agudizan las contradicciones y los defensores del actual esquema se hacen más evidentes en sus intenciones, generándose mayor conciencia en la población. Y por mucho neuromarketing y lawfare, su propia lógica irá aumentando el descontento sin detenerse.
La realidad que vive nuestro país nos la están maquillando, y aún hay quienes no lo ven. Pero, poco a poco, eso irá cambiando y serán más los que se ubiquen del lado correcto, del lado del pueblo.

