Según la tradición que se remonta a Aristóteles, una falacia (del latín fallacia, que significa “engaño”) es un argumento que, aunque parece válido y convincente, en realidad carece de solidez lógica. No es simplemente un error factual, sino un vicio en el razonamiento mismo.
Por ello, para los abogados que inician su carrera, el conocimiento de las falacias no es un mero ejercicio teórico, sino una herramienta de supervivencia profesional. En un entorno adversarial, donde la persuasión es clave, el abogado debe ser un guardián de la lógica: capaz de construir argumentos sólidos y, al mismo tiempo, detectar los razonamientos falaces de la contraparte para proteger la integridad del proceso judicial. Desconocerlos es como entrar en un campo de batalla sin saber reconocer las minas.
Para identificar y evitar las falacias, el primer paso es reconocerlas.
Las falacias no son solo errores de un argumento: son atajos mentales que apelan a nuestras emociones y sesgos cognitivos en lugar de a la razón. En este sentido, el jurista debe cultivar una mente crítica que no se deje llevar por las apariencias. Una estrategia fundamental consiste en centrarse en la estructura del argumento, no en la persona que lo emite. Estos principios, heredados de la lógica clásica y perfeccionados a lo largo de los siglos, enseñan a cuestionar el razonamiento mismo.
En la práctica, esto implica preguntarse:
¿Las premisas (pruebas, hechos, leyes) realmente sustentan la conclusión?
¿El argumento apela a mi emoción (miedo, piedad, indignación) en lugar de a mi razón?
¿Se está atacando la credibilidad de un testigo o perito en lugar de refutar su testimonio?
¿Se está exagerando mi argumento para hacerlo más fácil de atacar (falacia del hombre de paja)?
Es precisamente aquí donde la mente humana juega un papel crucial en el derecho. Un abogado principiante, con poca experiencia y bajo presión, puede ser vulnerable a las falacias, pues estas explotan nuestras distorsiones cognitivas naturales.
Diversos expertos en psicología y argumentación forense han estudiado este vínculo. El psiquiatra Aaron T. Beck (1921-2021), pionero de la terapia cognitiva, describió las “distorsiones cognitivas” como patrones de pensamiento que alteran nuestra percepción. En el ámbito jurídico, autores como J. F. Bustamante Requena y Pablo Raúl Bonorino Ramírez han analizado cómo estos sesgos afectan la toma de decisiones judiciales y la valoración de la prueba, llevando a interpretaciones ilógicas o irracionales.
Para fortalecerse contra estos ataques, el abogado debe desarrollar una disciplina mental que le permita separar el argumento del orador, practicar la neutralidad emocional y reconocer el sesgo de confirmación que lo impulsa a buscar únicamente la evidencia que apoya su tesis.
En consecuencia, si bien es éticamente incorrecto usar una falacia para engañar, sí es legítimo identificarla y neutralizarla para ganar la ventaja. Cuando un oponente utiliza una falacia, la tarea es exponerla de forma clara y concisa.
Por ejemplo, si el abogado contrario afirma: “El testimonio de este testigo es inválido porque tiene un historial de deudas” (ad hominem), tu respuesta no debe ser un ataque personal. Al contrario, conviene exponer la falacia con contundencia: “Con el debido respeto, el historial financiero del testigo es irrelevante para la veracidad de su declaración. Rebatamos los hechos presentados, no las circunstancias personales del testigo”. Al hacerlo, no solo invalidas el argumento, sino que demuestras superioridad lógica y ética ante el tribunal.
El dominio de la lógica de las falacias y la comprensión de la psicología humana son pilares de una argumentación jurídica impecable. Para un abogado, esta sinergia es clave para contribuir a un sistema de justicia más justo y racional, ganándose así el respeto del tribunal, de sus colegas y de su propia profesión.
La autora es abogada y trabajadora social forense.

