Hay una anécdota muy sencilla que, a pesar de parecer trivial, encierra una lección profunda sobre la convivencia social. Se trata de la teoría de la ventana rota.
En un experimento, el psicólogo Philip Zimbardo dejó dos automóviles sin vigilancia en dos barrios muy diferentes: uno rico y uno pobre. En el barrio pobre, el coche fue desvalijado rápidamente, mientras que en el barrio rico, el coche permaneció intacto hasta que Zimbardo mismo rompió una ventana. Luego, el coche también fue desvalijado.
La conclusión fue que la causa no reside en la pobreza, sino en que el cristal roto en un coche abandonado transmite una idea de deterioro, desinterés y despreocupación que va a crear un sentimiento de ausencia de ley, de normas y de reglas y de libertad de comportamiento.
Los signos visibles de desorden y vandalismo en un entorno crean una atmósfera que fomenta delitos más graves porque dan la impresión de que a nadie le importa la comunidad y que el desorden es tolerado.
La fuerza de esta metáfora es clara: cuando lo pequeño no se atiende, lo grande se desborda, el efecto mariposa. Una ventana rota no es solo un problema estético, es la semilla del desorden y, a veces, de la delincuencia. La sociedad observa que nadie se hace responsable y empieza a normalizar lo anormal.
Ahora bien, pensemos en un país. Sus ventanas rotas no siempre son de vidrio, pero son igual de visibles. Una calle llena de basura que nadie recoge, un semáforo dañado que nunca se arregla, un trámite público que solo se resuelve con sobornos, un funcionario que evade rendir cuentas. Cada una de esas señales envía el mismo mensaje que la ventana rota de un auto abandonado: la ley se puede ignorar, el espacio público no importa, lo colectivo se degrada.
Cuando los ciudadanos reciben constantemente estas señales, empiezan a acostumbrarse al desorden. Lo que debería indignarnos pasa a ser parte de la rutina. Y esa indiferencia social se convierte en un caldo de cultivo para problemas mayores: inseguridad, corrupción, pérdida de confianza en las instituciones y, en consecuencia, deterioro económico. El costo no es solo material, sino también moral y cultural.
Por eso creo que reparar a tiempo las ventanas rotas de un país es una tarea urgente. Porque reparar lo pequeño significa cuidar lo grande. Pintar una escuela, iluminar una calle, exigir transparencia, respetar la ley, son gestos que generan confianza. Y la confianza es el cemento que mantiene unida la vida en comunidad.
En América Latina hemos permitido que demasiadas ventanas se rompan sin atenderlas. Y cuando esas grietas se acumulan, el ciudadano termina creyendo que vivir en el desorden es normal. Pero no lo es. El desorden no es una condición natural: es un síntoma de abandono, de falta de liderazgo y de renuncia al compromiso colectivo.
La prosperidad de un país comienza en la decisión colectiva de no tolerar el abandono ni la indiferencia. Empieza con la voluntad de reparar lo que está roto.
El autor es fundador de Semiotik.

