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La universidad y el asalto a la inteligencia

El 12 de octubre de 1936, luego de escuchar el grito del general falangista Millán Astray (“¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”), el rector de la Universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno, respondió: “Este es el templo del intelecto y yo soy su supremo sacerdote. Vosotros estáis profanando su recinto sagrado. Diga lo que diga el proverbio, yo siempre he sido profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha: razón y derecho”.

Me preocupa profundamente la tendencia manifiesta de muchos gobiernos a atacar a la academia. En octubre pasado, Javier Milei emprendió una ofensiva agresiva contra las universidades públicas argentinas, críticas de su programa de desmantelamiento nacional anarco-capitalista. Disparó una andanada de descalificaciones y falsedades: habló del “mito de la universidad gratuita”, alegó que era “un subsidio de los pobres hacia los ricos”, afirmó que “no le sirve a nadie” y que “dejó de ser una herramienta de movilidad social para convertirse en un obstáculo”. Curiosamente, ataca a instituciones que han sido motores fundamentales del desarrollo humano argentino y que, a su vez, se han opuesto firmemente a sus planes autocráticos y antinacionales.

En semanas recientes, Donald Trump ha arremetido contra la autonomía de las universidades estadounidenses, condicionando su financiamiento a que adopten la agenda MAGA: respaldo a sus políticas antiaborto y contra las minorías sexuales, su enfoque migratorio y su represión a los objetores de la política sobre Gaza. A ello se suma el desmantelamiento del Departamento de Educación, con consecuencias graves a mediano y largo plazo para la sociedad norteamericana.

Ahora, en Panamá, la Universidad de Panamá y su rector son blanco de ataques inmerecidos, innecesarios e inexplicables, salvo que respondan a una agenda para deslegitimar o silenciar a nuestro primer centro de educación superior, que ha sido y es la conciencia crítica de la Nación. Una conciencia que ha alzado la voz ante el irrespeto a la Constitución, la violación deliberada de la ley, la entrega de nuestra soberanía canalera o el atropello a derechos básicos como la jubilación digna y la protección de un país libre de minería, si así lo decide la mayoría.

La Universidad de Panamá no es una “mafia”, ni promueve el desorden. Como en toda universidad del mundo, existen grupos de presión con posturas políticas que actúan por su cuenta. La administración universitaria solo puede mediar para evitar que estas expresiones deriven en violencia, procurando proteger tanto la vida de los manifestantes como la autonomía y el patrimonio universitario. Lo que la UP no hará jamás es permitir la represión policial en su campus, ni aceptar la imposición de la “paz de los cementerios”.

Ojalá el mandatario panameño escuche. Ojalá no se deje arrastrar por los prejuicios ni por quienes buscan aislarlo de la sociedad. En vez de confrontar a la Universidad Pública, debería dialogar con ella. En vez de marginarla, debería aprovechar sus capacidades para enfrentar los desafíos sociales y económicos del país. Eso es lo que corresponde, si realmente queremos vivir en una nación guiada por el diálogo, la buena fe y, como bien sentenció Unamuno, la razón y el derecho.

El autor es bioquímico y profesor de la Universidad de Panamá.


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