Las prioridades son síntomas de la salud moral de los individuos; revelan los valores de las sociedades y los gobiernos. Esto explica el título de este artículo: da igual lo que diga el presidente, sus prioridades dibujan su catadura moral como político y como servidor público, porque —no lo olviden— el Estado, el país, la patria, los formamos todos los ciudadanos; no los encarna ningún presidente.
La villa, y su cerrazón por remodelarla, indican servidumbre al pasado intervenido por un país extranjero. El hombro nos deja ver su nula confianza en el sistema de salud nacional, prefiriendo gastarse el dinero, otra vez, en Estados Unidos. Y los aviones… adivinen: sí, también son para darle gusto a “los del norte”, como si con tres de esos carísimos aparatos fuéramos capaces de combatir el crimen, cuando no somos capaces ni de detener a los cacos de toda la vida.
Lo peligroso de esta deriva moral —a la que hay que sumarle los rofeos de los jueves y la nula capacidad de diálogo— es que quedan cuatro años más de lo mismo: seremos convertidos en mano de obra barata, porque la educación no va a mejorar, ni la cultura, ni las bibliotecas, ni la sanidad, ni nada de lo importante. No solo nos parecemos cada vez más a un Estado fallido; somos cada vez más un mero escenario, pura taquilla.
Insisto: si no está de acuerdo con la gestión de este gobierno, el próximo 28 de noviembre quédese en su casa; no salga a ningún desfile, deje las calles desiertas. Pero no: nos gusta tanto la fiesta que preferimos posponer toda protesta para marzo, para que nada nos robe nuestro “fin de año”, que empieza en noviembre y dura hasta después del verano. Las yucas con vaselina estarán esperando, y vendrá el lloro y la lamentadera. Como nos decía una profesora en secundaria: “En guerra avisada mueren soldados, pero pocos”. Yo parafraseo: o muchos, profesora, o muchos.
El autor es escritor.

